Cuando era estudiante de la escuela rural San Ramón, un profesor opita llevó un libro. Color Rojo. De letras blancas, su carátula. De formato pequeño. Pero grande. Tan grande que me hizo conocer algo que mis ojos que ven, nunca hubieran visto. A los 7 años, conocí París. Recuerdo que citaba en una de sus páginas, que se le dice “ciudad luz”. Y luz fuiste, libro, a mi oscuridad. Aún sigues alumbrando mis puntos cardinales. Trazaste la autopista jamás soñada en Maporillal. Soñada en mí. El viaje fue placentero. Excitante. Gracias profe por llevar esta autopista de papel a mi escuela. A mi ser.
Mi escuela aún sobrevive. Allí habité cinco años. Ella ha habitado siempre en mí. Me permitió un libro. Muchas letras. Me enseñó a leer. A escribir. Bueno, ¡eso creo!. A ella me debo, y le debo.
Sí. Los libros liberan. Te conectan y desconectan. Son la autopista que te lleva y te trae. Te sacan de la aldea y te vuelven global. Te sacan de lo global y te vuelven local. El libro no se agota. Es un multiverso.
Creo que esa tarde rural marcó mi vida por las letras. Con el ocaso, llegó el alba. La oscuridad que cundía mi mundo, se iluminó para permitirme ver otros. Letras que alumbran.
Es fácil hacer viajes. Viajes para la vida. Simplemente lleva un libro a la oscuridad. Haz que la luz aparezca. Muchos niños de siete años aún están en estado oscuro. ¿Quién me ayuda a iluminarlos?. Para que conozcan París. Para que conozcan la luz. La del conocimiento.
Simple. Más libros. Más desarrollo. Más libertad. Estas autopistas son más efectivas que las de asfalto.
Merquemos luz. Merquemos libros. ¿Me pueden indicar dónde?. En Maporillal aún no se puede. En Arauca, tampoco. Hace 41 años que el libro de letras blancas llegó a mis manos gratuitamente. Hoy quiero adueñarme de otro. No hay donde.
Solo 32 libros le faltaron a Marquetalia en 1964.