Laurita dice que los habitantes de la calle merecen ser escuchados y tratados como cualquier otro ser humano. Con una esa consigna nos recibe a 38 personas que estamos reunidas a las afueras de la estación del Virrey, en el norte de Bogotá, para hacer un recorrido por cuatro puntos de la ciudad donde se congregan alrededor de 200 habitantes de calle que, por diferentes motivos, están atrapados en la indigencia. Son las ocho y treinta de la noche del 2 de julio y las instrucciones que nos da esta chica de 17 años, con la dulzura de su voz, son claras: aquí no existen prejuicios, ni diferencias sociales, solo la voluntad de ponerse en los zapatos de estas personas.
Su compañera Jacquie alista un par de manillas rojas y pide con ahínco que se las coloquemos a los ‘pocalanas’ – nombre que usan para referirse a los habitantes de calle-- con quienes compartamos un agua de panela, roscón, pastel de pollo y bom bom bum durante esa noche. No importa de qué vamos a hablar; la intención es reconocerlos, estrecharles la mano, abrazarlos, establecer un vínculo a través de esa manilla. Luego Emilio, otro de los líderes encargados del recorrido, alza su voz y exige con fervor que le metamos la ficha a esta noche y se la dediquemos a César, un habitante de calle que duró 17 meses en rehabilitación y que falleció hace seis meses.
Hay personas nuevas con cara de incertidumbre. Otros, grandes y chicos, muchachos y adultos, se saludan entre sí: es uno de los tres sábados al mes en el que, sin falta, cambiarán las rumbas en la 85 y el derroche de dinero por la sonrisa de los habitantes de calle. Y así, con ese objetivo, comenzamos el recorrido.
A las nueve de la noche hacemos nuestra primera parada. Desde hace varios meses se decidió acompañar a un parche de recicladores que se reúne todos los sábados en la carrera 17 con calle 93 -- cerca de Gaira-- para saludarlos, jugar un picadito de fútbol y ofrecer un agua de panela caliente que combate el frío de la noche. Los recicladores son nobles y de inmediato abren su corazón: comentan que en la chatarrería del Siete de Agosto les pagan 250 pesos por kilo de cartón; que pagan más por kilo de vidrio y que lo más difícil de conseguir es cobre o aluminio; que a las seis de la mañana terminan de reunir el material para cargar sus zorras, todas engalladas por los parceros de Pimp my Carroça, y obtener los 20 mil pesos con los que logran sobrevivir a diario. Porque para ellos el rebusque es el pan de cada día.
La primera visita dura menos de una hora. Todavía hay más personas esperando nuestra llegada. Myriam, otra de las líderes y madre de Laurita, comenta que tiene un compromiso en la madrugada: Víctor, un habitante de calle la estaría esperando en el sector de Cinco Huecos --a dos cuadras de la Plaza España-- sobre la calle 11 con carrera 19, en el centro de Bogotá, el lugar de nuestra segunda parada.
El frío de la noche refleja las cuadras desoladas y silenciadas por las que atravesamos. Son las 10:13pm y a medida que avanzamos, vemos una mancha de personas reunidas. Unos están sentados entre sí conversando con parsimonia, otros se encuentran tendidos en la calle, resignados ante un pedazo de cartón que funge como una cobija. Más adelante vemos un grupo de ellos que deambula sin rumbo fijo, mientras sostienen un tarro de bóxer que huelen con desespero, o se echan un pipazo de bazuco para espantar el hambre que los carcome a diario. Los muchachos, jóvenes y viejos no se sorprenden con la irrupción de seis carros en los que pasamos. La policía los tiene cercados, arrinconados, reprimidos, luego de la toma del Bronx hace mes y medio, que mandó a cientos de ellos a buscar un nuevo destino, según nos cuenta César, una de las personas con las que conversamos luego de descender de los vehículos.
-- La vida en la calle es un infierno, papá. Mire, yo le voy a decir una cosa, nosotros, los habitantes de calle, somos personas enfermas, humanos que merecemos atención y no represión – dice con un acento paisa suave y la mirada hacia el horizonte.
A su derecha se encuentra una mujer que no quiso dar su nombre pero que se une a la conversación. Quizás quería ser escuchada, por lo menos por unos minutos.
-- Esto aquí es muy verraco. Usted no sabe lo que es tener este frío todas las noches y que no nos paren bolas. ¿Mi mamá?, no, qué va, uno es bienvenido a la casa solo si tiene plata – señala con los ojos encharcados, mientras se pasa con resignación el último sorbo de agua de panela que le comparte una de las voluntarias.
César y su compañera son tan solo dos de los miles de habitantes de calle atendidos por 30 voluntarios que actualmente participan --sin falta-- en los recorridos nocturnos que hace la fundación Pocalana. Su objetivo no es solo compartir un refrigerio, o dar ropa a los más necesitados – el famoso ‘asistencialismo’ al que se refieren varias gentes vinculadas a las actividades altruistas—sino escuchar a estos hombres y mujeres, tratarlos como a cualquier otra persona, y reconocer que merecen una oportunidad para ser apoyados en su proceso de transformación. Por eso 20 personas se encuentran en proceso de reintegración a la sociedad con el apoyo de esta fundación y 240 niños del barrio Mochuelo, ubicado en la localidad de Ciudad Bolívar, son atendidos a través de escuelas de formación artística y deportiva, para contribuir al mejoramiento de su calidad de vida.
Nuestro recorrido continúa unas cuadras más arriba. Nos despedimos con un abrazo, un beso y un apretón de manos de los más de 100 pocalanas que confiaron en nosotros. El frío aumenta en intensidad pero no puede derrotar la temperatura que sale desde nuestros corazones. A las 11:24 p.m. paramos sobre la calle 11 con carrera 18. Nos encontramos con José José, otro habitante de calle que asiste sin falta todos los sábados –lleva tres años—para compartir un rato con sus ‘pocalanas’.
-- Yo tengo 59 años y llevo 50 en la calle. Ojalá la gente supiera cómo es la vida aquí y por qué más de 9 mil personas habitamos en ella.
José comienza a recitar un monólogo. Somos más de 15 personas quienes lo escuchamos en silencio. Dice que no todos los habitantes son drogadictos ni rateros. Que muchos de ellos, como él, regalaron su futuro a la indigencia debido a la descomposición de sus familias. Su sueño es que organizaciones internacionales y la misma Cruz Roja se apiaden de la situación que padecen, porque, según él, afuera no se roban los recursos destinados para su atención como sucede en Colombia.
Aunque no hay datos certeros y la alcaldía prepara un censo para 2017, se estima que Bogotá tiene alrededor de 10 mil habitantes de calle. Con este número se podrían llenar 61 salas de cine --con capacidad para 165 espectadores-- repletas de seres humanos que, por diversos motivos, terminaron regalando su futuro a la incertidumbre. Al 28% de ellos, el consumo de droga los arrastró a la indigencia; el 10.9% lo hizo por su propia voluntad; el 8.2% abandonó su hogar por el maltrato de sus padres; el 8.1% culpa su suerte a que desde pequeños se quedaron sin mamá y papá, mientras que el 8.3% señala que los amigos influyeron en esa decisión. Así lo señala Hollman Morris en su crónica La noche que fui mendigo.
-- Aquí usted puede estar durmiendo en la calle y de repente llega una tanqueta de la Policía y comienza a tirarnos agua para que desalojemos. Nosotros no somos ninguna basura, somos seres humanos —comenta José con su mirada enterrada en el suelo.
Pero los muchachos de Pocalana se le acercan, lo abrazan, lo cogen de su mano y lo escuchan con atención, de la misma manera como lo hacen con los otros cuatro habitantes de calle que se encuentran en su alrededor.
Cae la madrugada y consigo las gotas de lluvia que acompañan el fin de una noche desolada. Todavía hay más habitantes de calle esperando nuestra última parada en la Calle 13 con carrera Séptima, en pleno Eje Ambiental. El cansancio nos invade aunque no supera las ganas para cerrar una noche larga y gratificante. El ritual se repite: nos bajamos, alistamos las cajas con los refrigerios, cargamos en nuestras espaldas los termos grandes donde se conserva el agua de panela caliente y compartimos ese último esfuerzo con más personas que nos esperan.
Y es así, a punta de corazón, que los voluntarios de Pocalana atienden aproximadamente al 2% de los habitantes de calle en Bogotá. Aunque la cifra parece corta, el año pasado la fundación logró beneficiar a 2.800 de ellos en 30 recorridos nocturnos. Para estos voluntarios, las personas ‘desechables’ no existen, ni las cifras reflejan la situación por la que atraviesan estos seres humanos. Atrás quedó la indiferencia y la desigualdad en una Bogotá que tanto los necesita.