Los ve uno por la plazas céntricas de cualquier ciudad, buscando a un turista con ganas de un recuerdo de otros tiempos, con caballitos de madera, llamas escupidoras, o algún sombrero de charro asoleado por los años. Venidos de pueblos, de cara morena de sol, con su exposición permanente de 13 x 18 cm a la mano.
Los ve uno con cierto desdén mientras rechaza su oferta de una foto instantánea a la antigua ¿Para qué voy a querer tu fotito, fotógrafo de parque, si yo en dos segundos me la tomo –yo solo- y la pongo instantáneamente en mi Facebook para que todos mis amigos, y los amigos de mis amigos, me admiren? ¿Para qué voy a querer tu foto impresa, un original, que solo mi mamá, y mis tías cuando vayan a casa, verán en un álbum familiar?
Ponemos cara de supremacía tecnológica, de "no te voy a regalar 5 mil pesos, ni a perder mi tiempo esperando que imprimas con tu maquinita, que guardas en el morral, un papel que nadie quiere ya". Y él nos mira con cierta tristeza. Y no solo porque cada vez viene menos gente a tomarse una foto como antes y su almuerzo y su arriendo se ponen cada vez más pequeños, más inciertos. También nos mira con pesar por nosotros mismos, porque sabe que nuestras fotos del celular se perderán cuando nos roben el celular, o cuando se deshagan en cualquier mal informático, o simplemente porque de tantas que tenemos ya ni nos importan. Nos mira con la certeza de que con su extinción ya próxima y la del vínculo que nos unía a ellos a través de su mirada puesta en una foto de papel, hay una sociedad que poco a poco transforma sus suspiros, sus recuerdos, en bits de celofán inexistente:
