Dado que la Constitución de un Estado impone límites a los poderes públicos, no debería sorprender que también se establezcan, de antemano, mecanismos para prevenir y reprimir iniciativas de las autoridades y de particulares que constituyan ataques a su estabilidad: normas penales que castigan su transgresión, objeciones presidenciales a leyes viciadas, acciones judiciales de control del legislativo y del ejecutivo, juramento de acatar y defender la Constitución, trabas a su reforma, establecimiento de tribunales constitucionales, son algunos de ellos.
Se ha dicho que ninguno de tales instrumentos funcionarían exitosamente si, al mismo tiempo, los ciudadanos no interiorizan el valor de su Constitución ni asumen como propios los ataques contra ella; ni tampoco serían eficaces tales mecanismos en un contexto en el que la prensa no estuviera en condiciones de informar con libertad, ni los críticos tuvieran garantías de opinión.
Pues bien, resultaría difícil imaginar una situación en la que una Constitución estuviera más expuesta y frágil que en el caso actual de Colombia.
El pasado 12 de mayo, el Dr. Humberto de la Calle le informó al país de una muy oscura estratagema legal: nos dijeron que para blindar (¿de quién, a propósito?), que para blindar los acuerdos con las Farc resultaba necesario que el llamado Acuerdo Final para la terminación del conflicto (un documento hasta ahora inexistente), se convirtiera en un Acuerdo Especial de aquellos a que aluden los Convenios de Ginebra, y que tal Acuerdo Final clandestino debía convertirse en parte del bloque de constitucionalidad, en parte de nuestra Constitución. Esa idea la volvieron propuesta, la llevaron al Congreso y la han aprobado increíblemente en su penúltimo debate.
Si el Gobierno es gestor del artificio
y el Congreso un escribano
¿qué esperanza le queda a nuestra Constitución?
¿Cómo se defiende una Constitución de semejante embestida? Si el Gobierno es gestor del artificio y el Congreso un escribano; y si mientras la Fiscalía General apoya el embeleco verificamos que también la prensa transmite propaganda u omite información en función de los famosos contratos para la paz, ¿qué esperanza le queda a nuestra Constitución?
Los ciudadanos van a ir a un referendo que no puede cambiar nada, un referendo cuyo resultado no incide. Los congresistas no tienen por su parte interés en vigilar al Gobierno porque están distraídos cuidando sus “cupos indicativos”. Los generales mudos, silenciosos, callados desde que les fuera concedida esa vergonzosa prima de lealtad, y el vicepresidente de la República, en cuclillas, sigiloso, prefiere esperar a ver qué pasa. ¿Qué esperanza le queda pues a la Constitución?
En otro frente, las trabas a las reformas a la Constitución están siendo derribadas en un proyecto de reforma constitucional que quieren aprobar este mes de junio. So pretexto de facilitar la implementación del llamado Acuerdo Final, el Congreso de Colombia va a prescindir de sí mismo y va a ceder sus poderes a quien sí los quiere tener.
En efecto, fíjense lo que viene: las reformas a la Carta serán a instancia exclusiva del Gobierno; dos debates en vez de ocho para las reformas constitucionales; imposibilidad de cambios sin aval del Gobierno; prohibición de debates específicos (votaciones en bloque), reducción de los términos de examen para la Corte Constitucional (viejo y conocido truco), y, hágame el favor, obligatoriedad de tomar como parámetro de control de constitucionalidad el llamado Acuerdo Final.
Al lado de lo anterior, Senado y Cámara están aprobando facultades presidenciales para legislar sobre lo divino y lo humano, y quieren asegurar, también en la Constitución, un “plan de inversiones para la paz” que no alcanza a ocultar un fuerte olor a confitura y que difícilmente se podría redactar de un modo más irresponsable. ¿Qué esperanza le queda a la Constitución?
Alguien dirá: ¡Los empresarios! Pues quién sabe si puedan representar algún control. Ellos están agremiados en instituciones muchas de ellas influenciadas por el Gobierno, como en el caso de la Andi. Es de suponer que tampoco tengan mucha idea de cuáles serían para la economía y para sus negocios los efectos prácticos de meter a las Farc y su Acuerdo Final en el bloque de constitucionalidad.
Entonces, por fin, pensemos en la Corte Constitucional: Si en 2012 la Corte tumbó una reforma constitucional (A.L. 4 de 2011) por considerar que tal reforma “sustituyó” la Constitución porque violaba el principio de carrera administrativa, ¿qué no irá a decir de una norma que no solo sustituye la Constitución, sino que la subordina a los papeles secretos de La Habana; de una norma improvisada y colgada en el penúltimo debate de un proyecto de reforma en el Congreso; de una norma que ha sido aprobada sin que se conociera el tal Acuerdo Final, y que, además, busca que el parámetro de control constitucional de la Corte sea un misterioso memorial de Timochenko?
Cuando todos los mecanismos de defensa de la Constitución se han mostrado impotentes, la pregunta que queda es esta: ¿Podemos confiar en que la Corte ejerza con independencia e integridad su control en el momento indicado? Sinceramente no me siento del todo tranquilo. Pero me gusta mucho esta frase atribuida a Goethe: "Habría motivos para desesperarse si no fuera porque en el mundo muy pocas cosas acaban teniendo el resultado esperado".