Un fantasma, de voz rasgada, verdad en sus palabras y andar ligero en su cantar, fueron un himno subterráneo que aparecía, rugiente, en las manifestaciones de la Sudáfrica del Apartheid. Haciéndole el quite a la censura que rayaba y prohibía sus discos, el fantasma, de la mano de los piratas que tanto destestan las grandes disqueras de buena familia, se hacía himno, se hacía oración, se hacía rebeldía. Palpitaba en los corazones de seres negros, blancos, verdes y amarillos. Un fantasma, llegado en alguna maleta desde Londres, que cantaba con la suavidad del que siente que se hace las preguntas que le estremecen.
“I wonder about the love you can't find/ And I wonder about the loneliness that's mine / I wonder how much going have you got /And I wonder about your friends that are not / I wonder I wonder I wonder I do / I wonder about the tears in children's eyes / And I wonder about the soldier that dies...”
Había muerto, decían -y por eso era un fantasma- incendiado o de un tiro que él mismo se dio en un concierto. Y un día, uno, de los muchos que corearon sus canciones, y con el suficiente desparche para buscar lo que no se le ha perdido (pero que sí) se pregunta de dónde habrá salido este animal de galaxia, engendrado de alguna parte del alma humana que vibra y no se calla. Y jugando a los jeroglíficos se pone en la tarea de buscar el origen de ese río seco que sigue sonando por entre las piedras. Perspicacia, un atlas, algo de Google le sirvieron al ocioso agradecido para hallar la ruta y descubrir que el fantasma seguía vivo, “pero” sin fama.
Un nadie, obrero de construcción, con mucho porte, mucho silencio, mucha austeridad y nada de reconocimiento mediático o dinero. “El hombre que había sido himno, que fue más grande que Elvis o Los Beatles, con ventas calculadas en medio millón de copias en Sudáfrica, no tenía idea de nada de eso” dijo el que nos presentó la película, como lamentando por el “pobre” Sixto, que así se llama el hombre fantasma, no hubiera disfrutado de fama y dinero en su momento. “Los que piratearon sus discos le privaron de esa posibilidad”... Al parecer yo vi otra película ese día. Una en la que Sixto, incrédulo, junto con su familia va a esa tierra distante donde su semilla había crecido y había sido bosque, para comprobar que, en efecto, la gente adoraba sus canciones y las cantaba con las tripas en los 50 o más conciertos que le organizaron al fantasma que volvió anciano de la muerte, y que tornó, una vez terminadas las giras, a su trabajo de siempre, y a su casita de siempre, con su perro y sus hijos de siempre. Y le dio el dinero a quién lo quiso o necesitó, y le contó a sus amigos lo que le pasó como quien cuenta un sueño que no se puede creer, pero que mejor que haya sido como fue, un sueño. Sixto es una oveja Selma, hijo de sangre india y mexicana, que cantaba de espaldas al público para que solo sonara su voz, que sabe que la felicidad no son las cosas que compras, sino lo que haces con tu vida. Si comes, duermes y amas, ya está.
¿qué crees que hubiera pasado si hubieras sido famoso? pregunta el entrevistador. “No sé. La verdad, creo que fue mejor así”. Su hija cuenta que no tiene auto, ni computador y que tuvo que obligarle un teléfono celular “porque me cansé de ir por el barrio buscándole”.
“Buscando a Sugar Man” pareciera ser, a la primera y desde el punto de vista de los que hemos sido criados en el paradigma del dinero en el bolsillo como triunfo en la vida y de la fama como el orgasmo final, una película sobre la paradoja de un hombre que pudo ser famoso y millonario pero a quien las disqueras “bien” y el consumidor zombie no se lo permitieron y que el muy hippie, al final, tampoco quiso. Pero yo creo que no. Por el contrario, es una película que ridiculiza la equivalencia entre poder y felicidad, entre fama y validez, entre ventas y trascendencia. Sus canciones -que pagan el boleto al cine mil veces- SON, aunque no hubieran tenido Grammys (de esos que Homero tira a la basura). Sus letras son su fruto y muy lindo si se convirtieron en vida lejos de casa, pero ya eran desde antes.El documental, muy bien narrado, mejor filmado, emocionante, inspirador y tranquilo, es un recordatorio, en la voz de un hombre tímido de que no tenemos que ser “alguien” porque de entrada ya somos, aunque no lo sepamos.
Bogotá, en el tiempo de los amaneceres.
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