El Sacamicas retrata de manera patética y cinematográfica a la mayoría de los políticos colombianos. Los mermeleros de hoy (Roy Barreras, Armando Benedetti para citar solo dos) son un vivo ejemplo de los Sacamicas. Escrito por el periodista Óscar Domínguez en 2010 y publicado originalmente en el Tiempo, hoy tiene plena vigencia para recordarnos que “se voltean más que un desvelado. No les importa cambiar de sexo político a toda hora. Pondrían ese travestismo en su hoja de vida. Venden su alma al mejor postor. En esto son espléndidos impostores”.
Han hecho de la abyección un oficio. Una religión. Un tic. Trepangos a morir, con tal de ascender en la nómina, mejorar su ridículo currículo, son capaces de todas las genuflexiones. Pululan en época preelectoral.
Estudian qué vagón político ofrece las mejores perspectivas. No tienen vocación de perdedores. Rémoras sin riñón, viven del triunfo ajeno.
Por dentro de sus almas espanta. Por fuera, también.
De moral blandengue, se inclinan hacia donde soplan los mejores vientos. Nunca pierden, y si pierden, procuran arrebatar. A la hora del revés, son los primeros en abandonar el barco, como ciertos roedores de fea catadura.
Venden su alma al mejor postor. En esto son espléndidos impostores. Másteres en deslealtades, al estilo de Fouché, no consideran esa condición un detestable lapsus, sino exquisita virtud. El transfuguismo es demasiado tentador para dejárselo a quienes le dieron rostro constitucional.
Cargan maleta. No la suya, por supuesto. Prefieren andar ligeros de equipaje para ahorrar energías que necesitarán para movilizar la de sus mecenas.
Si hay que dar bruscos giros, de 360 grados por ejemplo, se sienten en su elemento. Doblez obliga. Se voltean más que un desvelado. No les importa cambiar de sexo político a toda hora. Pondrían ese travestismo en su hoja de vida.
Nunca miran a los ojos para que no los pillen con las manos en la masa. Frente al espejo, tampoco se miran. Se sospechan. Huyen de sí mismos. Eso sí, se esperan para no caminar solos. Se tienen miedo. En el fondo, no resisten su siniestra condición.
Adoptan como suya la ideología de quien les firma los cheques. Para mejorar en fidelidad, miran horas y horas a Nick, el centenario perrito de la Víctor. Hay que prosperar siempre en el oficio. Es parte de la estética del sacamicas.
Celebran que la Real Academia no los incluya aún en su Diccionario. De esta forma, se sienten anónimos, protegidos, inexistentes. No saben lo que les va pierna arriba. Un diccionario del Caro y Cuervo los agarra como con pinzas, para no contaminarse, y los fulmina en cuatro palabras: "persona aduladora y servil".
Como sus colegas los lagartos o los arribistas, en la noche de elecciones el sacamicas es el primero en proclamar: "Triunfamos". Si la victoria está en el otro campamento, calladito la boca, toma la avenida que conduce al nuevo César. Ni siquiera le dan el pésame al que tuvo el detalle de llenarle el buche.
Nunca pasará de mando medio. Su concepto de la gloria no le plantea mayores exigencias. Sobrevivir es suficiente. Tal vez demasiado.
Cuando busca empleo como sacamicas, huele en el ambiente a ver si el terreno ya está ocupado. En esto "no hay cama para tanta gente". No se trata de un gesto de generosidad: es pragmatismo puro.
No da la cara. Si mucho la espalda. Sobre todo cuando el dulce se pone a mordiscos. Por sus cabriolas los conoceréis.