Los linajes seculares de políticos colombianos también han contribuido a socavar los fundamentos liberales de la república. La genealogía es vastísima y atraviesa todo el espectro de las ideologías. Por lo cual mencionaré algunos casos.
Mariano Ospina Rodríguez fundó a mediados del siglo XIX una dinastía de políticos vinculados al comercio internacional y el control casi personal de la economía cafetera. Esa dinastía la padecimos con su hijo, el presidente Pedro Nel Ospina, y luego con su nieto, el presidente Mariano Ospina Pérez, a mediados del siglo XX, y la traza de sus apellidos se disipa en cada unidad, dirección y asesoría de cada ministerio, sin mencionar su paso por las directivas de la Federación de Cafeteros y Universidades en distintos periodos de la historia nacional hasta hoy.
Otro ejemplo lo representa Tomás Cipriano de Mosquera, un truhán que desfalcó al Estado cuantas veces quiso, y que usó al liberalismo pendenciero y superficial del colombiano para sus negocios personales. Después de sus consabidas usurpaciones del poder y el erario en la segunda mitad del siglo XIX, dejó un perdurable linaje de burócratas y terratenientes que se dedicaron a expoliar indígenas y campesinos durante el siglo XX. Como en una suerte de perfeccionamiento de su genética villanía, tuvimos que asistir recientemente al espectáculo de los crímenes de unos de sus descendientes, el político liberal Juan José Chaux Mosquera, dipsómano y feroz líder del paramilitarismo en el Cauca.
Especial atención merece Pedro Aquilino López, emprendedor en toda suerte de negocios públicos: desde la producción y comercialización de café, la compraventa de haciendas y lotes urbanos, la especulación financiera, hasta la instalación de postes y cables de energía. Este señor, redomado manipulador del precio de compra del grano, y con lo cual estafó a incontables campesinos cafeteros desde finales del siglo XIX, fundó otra dinastía de empleados públicos y líderes políticos nacionales que perduran hasta el presente.
El vaho del linaje se extiende a todos los costados de la política: su hijo, Alfonso López Pumarejo, presidente que trató de ponerse a tono, en los años treinta del siglo XX, con la legislación del capitalismo norteamericano en materias laborales y agrarias, como lo hicieron otros países de la región, y que hábilmente fue moderando hasta decir (según las memorias de los aludidos): "no se preocupen que el partido comunista es mi partido liberal chiquito". Lo que en efecto consiguió él y luego su virtuoso heredero Alfonso López Michelsen, durante largos periodos de la historia política.
Este delfín, traumado por la imposibilidad de que el calvinismo penetrara en haciendas y sórdidos despachos públicos, agitaba su pluma contra los "privilegiados" y las "élites nacionales", en actos de ilusionismo en el MRL (donde cayó hasta mi abuela Lilia Castaño) que convencerían hoy a cualquier marxista-leninista.
Del mismo orden es la puesta en escena de Clara López, heredera del proteico pensamiento político de su tío abuelo, Alfonso López Pumarejo, y cuyas aficiones ideológicas la hicieron transitar hacia una izquierda sin programa propio y que hoy representa con avezado liderazgo. De hecho, en una tertulia con el psicoanalista José Gutiérrez, en Cajicá, a la cual asistió Clara y su comitiva, recuerdo que ella prestó toda su atención cuando hablé sobre el “canibalismo” en el Polo (o la “transustanciación” de los opositores en una única fuerza superior, para decirlo de algún modo), y coincidió sinceramente con mi nerviosa evaluación.
De ello y otras experiencias, saqué varias conclusiones. El linaje intemporal de estos políticos no solo reside en sus capitales heredados, en sus adiestramientos técnicos y políticos, en sus extensas relaciones de solidaridad con su clase social, o en sus casi transparentes contactos interclase que además de "acortesar" al otro, contaminan saludablemente sus propios estándares de pudor (a decir de Elias); sino también en su deliberada y sistemática forma de "amar desde arriba", castigando sin miramientos a todo aquel que usurpe ese lugar.
Una condición de la personalidad que se aprende en sus nichos "cortesanos" y que solo algunos perfeccionan. El arte de amar a esta especie de servidumbre ciudadana, puede tolerar y hasta negociar con esa "plebe" insurrecta que solo sabe "amar desde abajo": líderes y militantes no pensarían en enclasarse mas arriba, pues sería traición. Pero jamás aceptarían que un subalterno desarrollara sus propias maneras de amar desde arriba, pues eso sí que anunciaría la instalación de una nueva élite.
Clara López aprendió el arte de querer al "pueblo" hasta la convulsión. Pero cuidado si alguien osa reinventar el hábito, pues desde allí, hasta la misma Clara sería objeto de indecibles manipulaciones en nombre de su tío abuelo, y ni siquiera lo notaría. Esto es lo que involuntariamente experimentan sus militantes, tan bienamados por sus jefes naturales, y ahora por su bienhadada ministra del trabajo.
Y seguramente, el goce de esta ilusión alcanza su clímax (a propósito de Lacan) cuando se repiten que con ella el trabajo asalariado mejorará un "poquitico", lo mismo que las condiciones materiales de la “paz”. Pues bien, creo que esta agenda de cambios casi geológicos nunca ha pertenecido a la izquierda moderada siquiera, al igual que es bastante improbable que brinde alguna condición efectiva para una paz transitoria o duradera. Como tampoco creo que debamos ejercer un régimen de termidor para conseguir cambios profundos. Lo que sí puedo señalar con certeza es que ese es el camino equivocado para presionar una "razonable" redistribución de la riqueza y una "aceptable" democratización del poder político.