Los 152 asesinatos de periodistas en Colombia desde el año 1977 hasta el 2015, parecen desvanecerse de la memoria colectiva de esta violenta república, que indujo el miedo al oficio de informar a través de las acciones delictivas, y entregó como resultado la autocensura, sangre e impunidad.
Según el libro Palabra y Silencio, del Centro Nacional de Memoria Histórica, el primer asesinato de un periodista en Colombia del cual se tiene registro, ocurrió el 11 de diciembre de 1977 en Cúcuta. Carlos Ramírez París, director de Radio Guaymaral, murió tras recibir varios golpes de dos policías; por este crimen nadie fue judicializado.
Después de aquel asesinato, el oficio de informar fue directamente golpeado por la violencia; en la década de los años 80 fueron asesinados 43 periodistas y el miedo se apoderó de las salas de redacción debido a las múltiples amenazas y secuestros. Por muchos años, Colombia ocupó el primer lugar de países donde más asesinaban comunicadores.
Las órdenes de atentar contra periodistas venían desde todos los frentes del conflicto colombiano: narcotráfico, paramilitares, guerrillas, políticos corruptos y fuerza pública, esta última a través de la Brigada 13 del Ejército infundía el pánico a todos aquellos comunicadores que investigaran más allá de la información que ellos ofrecían.
La mayoría de los periodistas asesinados adelantaban o habían expuesto investigaciones en las cuales evidenciaban corrupción y cuestionaban los procederes de los poderes políticos de turno. Gran parte de los comunicadores flagelados ejercían su labor en medios pequeños o regionales y tenían más libertad de indagar sobre la oficialidad de la información.
Con el nacimiento de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el país vivió la más cruenta ola de asesinatos por una simple razón: pensar diferente. Periodistas con tendencias políticas y económicas de izquierda, fueron perseguidos, asesinados y desplazados de sus territorios. De aquellos crímenes nadie se atrevió ni siquiera a abrir investigaciones a profundidad para dar con los responsables, la impunidad fue un premio para los victimarios y un desconsuelo para las víctimas.
Medios de comunicación como la revista Alternativa y El Espectador fueron duramente golpeados por criminales que se habían dado cuenta de la importancia de suprimir el pensamiento libre y crítico de la sociedad para justificar su accionar delictivo. Según el citado libro, el número de asesinatos de comunicadores que desempeñaban su labor en prensa escrita es mayor comparado con la radio y la televisión.
Con la llegada del nuevo milenio, en Colombia disminuyeron paulatinamente los homicidios contra periodistas, pero creció el fenómeno de la autocensura precedida por el miedo de los comunicadores a ser asesinados.
Los espacios investigativos y cuestionadores del poder en los medios fueron reemplazados por información sensacionalista y de entretenimiento; los periodistas pasaron de ser agentes divulgadores de los hechos por medio de varias perspectivas a desarrollar un ejercicio comunicativo dependiente solo de las voces oficiales y de lo que se “pueda contar”.
Los asesinatos sin duda condicionaron el oficio informativo; la muerte calló a aquellos que ejercían su labor éticamente, la impunidad contribuyó a que el fenómeno creciera y la ciudadanía, impávida ante estos hechos, dejó que se vulnerara su derecho a estar informada.
Luego del año 2002, la “estrategia” para desestimar la labor periodística empezó a transformarse, los homicidios fueron reemplazados por los procesos judiciales, las palabras como “guerrillero” o “terrorista” se pronunciaron desde lo más alto del gobierno cada vez que un periodista refutaba una información de carácter oficial.
Según datos de la Fundación para la Libertad de Prensa, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, decenas de periodistas de medios nacionales, regionales y comunitarios abandonaron sus trabajos y pidieron exilio en países vecinos, las chuzadas desde organismos de la fuerza pública y las amenazas fueron factores determinantes.
Algunos de los periodistas más reconocidos del país que profesaban abiertamente su oposición al gobierno no se fueron, pero sí se acoplaron a la nueva forma en que debían trabajar: fuentes oficialistas, noticias sin profundidad, notas rápidas y sin contexto y, sobretodo, el entretenimiento a través del sensacionalismo para mantener a la audiencia “conectada”.
En su libro País Lejano y silenciado, Arturo Guerrero argumenta: “Es habitual, además que estos medios tengan definidas preferencias políticas o compromisos con las fuentes. Sus periodistas comprenden que a estas ‘hay que hacerles pasito’ o no contrariar sus intereses con la información que produzcan. En muchas regiones donde no hay comercio, el Estado es el único anunciante fuerte, de manera que las autoridades se vuelven intocables”.
La sangre empañó el ejercicio informativo, la impunidad sepultó las ideas y convicciones de todos aquellos que se arriesgaron a dudar, la autocensura fue una victoria abrumadora de todos los propagadores de violencias y corrupción.
@Jamir_Mina