Desde pequeña mi madre tejía mi pelo, afinaba mi cabello con aceites y cepillos todos los días, con dos trenzas me llevaba a la escuela, a donde las tías, amigas y fiestas del colegio. Si se me paraba un pelo corría a ponerlo en su lugar; no valía un despeluque, una trenza mal parqueada ni un pelo mal puesto. “Bien presentada hija debes estar” decía mi mamá, aunque mis ojos tensos se veían y la cabeza me dolía. Yo quería hacerme mil peinados: que la moña de caballo, peinarme como Pocahontas pero esto no valía. Mi mamá solo decía que "tu pelo no da, niña mía".
Cuando tenía 15 años solté por primera vez mis trenzas, cogí los aceites, cepillos y moñas que encontré y a la mierda fueron a parar. Me miré en el espejo y vi que ningún crespo coincidía, no cuadraba, no me veía presentada como me habían enseñado. Esto estaba complicado: no me veía “peinada” realmente era un total despeluque.
Tímidamente salí de mi habitación, busqué la aprobación de mis hermanas, no me miraron ni siquiera, abrí la puerta de mi casa y decidí salir a la calle. Aquí fue mi encuentro con las miradas, las risas, los señalamientos, los comentarios, las aprobaciones, los halagos y las confrontaciones.
Con el primer paso afuera de mi casa con mis crespos descuadrados, dejé atrás los comentarios los tirones de cabello, los cepillos y mis ojos tensionados. Ahora voy a todo lado con mi cabello despeinado, un poco enredado pero muy bien presentado.