La paz es un proceso infinito, fuera de sí, imaginativo y voraz de creatividad; habitante y creador de anhelos y promesas fantásticas. De otro mundo. Una puesta en escena, un gesto sutil, un grafiti clandestino. Lo predecible y lo lógico es la guerra. Cuenta con dedos de manos y pies. Ajenos. Práctica mundana, dentellada automática, pellejo finito. La guerra es un hecho, una imposición propia. La paz un rumbo y nuestra más genuina corazonada. Inexplicable un proceso de paz racional o una explicación, entre algunos, a puerta cerrada. A la paz hay que inventarla, entre todos.
Como toda invención, no es inmune. La paz tiene enemigos, entre ellos, la poco sospechosa solemnidad y la inasible academia. Aproximarse a la paz como un objeto religioso, sagrado e intocable, serio y adusto, nos impide jugar con ella, llevarla a la casa, dársela a los hijos en la lonchera, compartirla como se comparte lo bello y lo simple: el pan, el cielo y el bostezo. Conocerla. Sin solemnidad, la paz se abre paso entre su sencillez y naturalidad. Con solemnidad, se escapa, se enmudece, se aburre.
Así mismo, la lucidez hacia la paz gestada desde la temerosa y preventiva teorización de la academia, evita el componente básico de cualquier transformación social: el compromiso. La paz del foro, el seminario y el símbolo repetido. Paz de lejos. Inacción. Control remoto. Esa paz de texto y teorema, que desconoce la urgencia del cambio de mirada y de silencios, de esa paz que emanamos por el hecho de ser esto tan poco, o tanto, que somos. La paz no está sola.
Fueron los griegos los que llamaron a la expresión artística, alivio. Extravío de peso muerto desde la expresión bondadosamente falsa, imitación representativa de realidad, nunca realidad. Muerte que no mata, lágrima que no cae, odio que no redunda. Ficción virtuosa que nos permite vernos. Espejos que nos hacen mejores, remedos que aleccionan. Ningún desperdicio deja la fantasía. Fantasía que merodea sin disparar, juguete que se resiste al abandono, excusa irreversible de niño. Alternativa de paz.
Fue el pensamiento fantástico por el cual el hombre abandonó la placidez de la caverna y se permitió ser habitado por mitos y constelaciones que le hablaban. Se irguió y dio el primer paso. Es por su imaginación que el hombre aún no desaparece, ni se extingue. Es por la fantasía, puesta en marcha como magia, que moldeó ideas supremas como la esperanza, el amor y por supuesto, la paz. Con un día y una noche bastaría.
Invitar la fantasía a negociar, a sentarse en la mesa.
Incluir al azar, el error y a la ventura en el orden del día.
Concebirnos como seres fantásticos que se atreven a avistar nuevos caminos y a dibujar con ceniza horizontes
Invitar la fantasía a negociar, a sentarse en la mesa. Incluir al azar, el error y a la ventura en el orden del día. Concebirnos como seres fantásticos que se atreven a avistar nuevos caminos y a dibujar con ceniza horizontes. Seres que dejan atrás la necesidad del resultado, el pronunciamiento sobre el enemigo y el plebiscito de precario consenso. Crear paz.
Decía el grandioso Gianni Rodari, que debía impartirse y multiplicarse el pensamiento fantástico en los niños no como un intento de hacerlos a todos artistas, sino como una herramienta para convertirlos en personas libres. Con tantos años de guerra y tanto recuerdo desgarrado, es posible que la última alternativa para el proceso de paz, sea una aproximación a su universo desde la libertad que otorga la fantasía y sus peregrinas leyes. Posiblemente se trate de aprender nuevos miedos, de decir nuevas mentiras, de inventar tristezas y de exagerar dichas. Posiblemente a Colombia la realidad ya no le baste, ya no le alcance, ya no le sirva. Arriba el telón.