De la naturaleza propia de un campesino se desprende que su racionalidad no es codiciosa como podría sucederle a otros asentamientos humanos, ya que su aislamiento natural de lo mundano le ha estimulado una visión cosmológica distinta; por eso su mayor virtud la concentra en vivir feliz sobre un pedazo de tierra donde con sus manos pueda construir y preservar lo que sus antepasados le enseñaron: a convivir con la naturaleza, a usar el suelo como su oficio y a enseñar a sus hijos el arte de hacer valer su trabajo como el mayor tesoro.
Son los campesinos colombianos quienes inspiraron los bambucos, pasillos, guabinas, joropos y torbellinos, los currulaos, cumbias, los sanjuaneros, los fandangos y las puyas, los ritmos del bullerengue y la tambora; inspiraron todos esos hermosos sonidos que rasgan las cuerdas de un tiple o un arpa, y el sonido amable y auténtico de nuestro país rural.
Cada instante de un campesino ha sido dibujado en sus vidas con los colores de sus paisajes. Desde la formación de la República ha vivido bajo reglas de buena conducta y la buena crianza de sus hijos a la sombra de los paisajes de las montañas, selvas, llanuras, costas y valles, ríos y quebradas. Estas actitudes las volvieron ciencia, desde que decidieron permanecer en los campos como parte de una comunidad agraria y rural.
El campesino huele a tierra, a tabaco, leche, queso, leña, a monte... tiene alma de patria, corazón de nación, espíritu invencible y siente a Colombia en la piel. Cualquier campesino ha curtido sus manos por el trabajo de la tierra, su rostro lo ha cubierto con capas de sol; sobre su sienes se ajusta el sombrero “vueltiao”, sobre su cinto se amarra el machete y sobre su hombro lleva el azadón, donde también cuelga una bolsa con semillas para regar la parcela.
El corazón de un campesino no tiene espacio para la envidia, los rencores y los odios, pues en los montes solo se observan aves apacibles, animales para su cuidado y senderos que lo llevan donde el compadre.
Un campesino no odia, no maldice; es sumiso pero valiente, humilde pero digno y amable y comprensivo con extrema sabiduría; su mayor malicia es la de no dejarse atrapar de una fiera en los montes; se conforma con poco, pero exige cuando pierde lo suyo, porque lo ama; y recuerda muy bien a quien le promete y no le cumple. Su ley es la palabra y la verdad, antes que los códigos y los decretos.
Junto al arroyo Venado que cruza al corregimiento de Macayepos, conocí a Aroldo Canoles, un campesino luchador y resistente a decenas de batallas contra las Farc y las Auc; en su lenguaje montemariano, en un foro comunitario narró que cuando de novio en una ocasión se escapó con Truby, su mujer hoy día, el suegro furioso le prohibió volver a verla; era tanto su desconsuelo que solo accedería a que se casaran el día que se construyera la transversal de los Montes de María.
Aroldo le apostó al amor de su mujer por encima de cualquier obstáculo y convenció a su suegro; eso sucedió hace 35 años. A pesar de las promesas de los gobiernos de entonces, la vía que sacaría los aguacates de la vereda nunca se hizo; las cosechas que hoy recogen sus nietos se venden mal, se pudren y no pueden llevarlas a la plaza de mercado.
Estas frustraciones y las promesas incumplidas sobre las comunidades rurales, son las que hoy nos están recordando los campesinos. El 32% de los colombianos son pobladores rurales, y en el 75% de los municipios, cuya área ocupa la mayoría del territorio nacional, predominan relaciones propias de las sociedades rurales.
Es hora de que el Estado se la juegue por el país rural; que haga de este su eje fundamental para la transformación del país, desde una renovada apuesta por su desarrollo humano, que atienda las voces de quienes se ven afectados por la lógica de mercados sin controles que producen pobreza en las sociedades campesinas, que pague su deuda social con el campo instalando servicios; que ordene su territorio y regule los asentamientos humanos.
Los campesinos se cansaron de que solo los miren antes de las elecciones y que solo se acuerden de ellos a la hora de hacer las colas, donde se cambian los votos por aguardiente, tejas, camisetas, bolsas de cemento, tamales y sancochos.
La política para la transformación rural se valida con un ambicioso y justo plan de inversión hecho a la medida de la vocación y demanda de los territorios. Se requiere que todos los presupuestos públicos converjan de manera obligatoria hacia el campo, con programas vinculantes con el fin de estabilizar las sociedades campesinas, reduciendo los desequilibrios entre el país rural y el país urbano.
No podemos desconocer que el campo colombiano tiene mil razones para la esperanza, y que sus habitantes, los campesinos, son la reserva ética del país.