La tristeza de la separación de sus papás puso a Valentina Fory a dudar del ballet. Con desgano se levantaba a ensayar en su casa del barrio El Socorro en Jamundí. Su papá, un vendedor de repuestos agrícolas, iba a su cuarto y le ponía las canciones del Gran Combo y Rebelión de Joe Arroyo que tanto le gustaban. Fueron dos años infernales en donde sentía el dolor de romperse la uña del dedo gordo por pararse en la punta de los pies. Le dolía y le cansaba la danza.
Por el baile Valentina Fory lo había soportado todo. En el 2010, a los 13 años, cuando visitó Lima con veinte compañeras más de Incoballet, Valentina creyó que se iba a morir. En el aeropuerto descubrió que, por una broma pesada de sus compañeras, no tenía en sus manos el pasaporte. Su profesora, indolente, la dejó en la aduana peruana. La niña, llorando, vio como el avión partía hacia Colombia sin ella. Una señora, conmovida por el dolor, la llevó a la embajada colombiana en Lima, dos días después estaba de regreso en Jamundí. Sus padres la esperaban en el aeropuerto.
Cuando empezó en Incoballet entraron con ella 48 estudiantes, de las cuales sólo había 3 afros. Al final se graduaron 8, ella era la única negra de la promoción. De hecho, a sus 19 años, Valentina Fory va camino de ser la primera bailarina clásica negra de Colombia.
La pasión por el ballet le fue ganando la partida a la depresión en que estaba sumida por el divorcio de sus padres. Le dijo adiós a un muchacho que estudiaba mecánica en el Sena y con el cual había empezado una relación, pero los bailarines no tienen tiempo para novios.
Las jornadas de 12 horas de ensayos y un talento que la hacía violar las leyes de la física, no eran suficientes para convencer a las compañías de ballet nacionales, cuando empezaba a creer que el único camino para seguir los pasos de Misty Copeland o Michaela De Prince, dos talentosas bailarinas clásicas que también tienen su color de piel, apareció Alma en Movimiento y supo que no era necesario irse del país.
Valentina fue escogida, en una audición, presidida por Julio Bocca, el gran bailarín argentino, para una de las becas del programa del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, acompañado por Bancolombia, que le permitiría vivir para bailar. Junto a otros diez jóvenes de distintas ciudades del país, que quieren hacer del baile una profesión, encontraron en el programa Alma en Movimiento su salida.
Con las becas que les ofrece el programa se forman con los mejores maestros del país, en una casa adecuada con todas las especificaciones de un estudio de danza en el barrio La Castellana de Bogotá. Además del esfuerzo físico, los muchachos deben enfrentar el desafío de vivir solos en una gran urbe como es Bogotá.
Valery conoció a Javier Mejía, nacido en el barrio de La Cumbre en el municipio de Floridablanca, quien también salió favorecido con el programa. Para Javier convencer a su familia de que lo único que quería hacer en la vida era bailar fue una labor titánica. Los hombres no bailan, los hombres pelean y por eso Mejía, como Juan Sebastián Hoyos de Medellín y Juan Fernando Morales Londoño de Pereira, lucharon para estar entre los escogidos para ingresar a pesar de los prejuicios de sus familias.
Valentina no extraña Jamundí ni le asusta el frío bogotano, ella, como todos los muchachos de Alma en movimiento, están decididos a romperse las uñas, los tendones, dejar la vida en el escenario con tal de llegar a ganarse algún día el pan haciendo lo que más les gusta: bailar.