Contar historias no es fácil. Menos cuando estas tratan sobre eventos dolorosos que con el tiempo han carcomido nuestra alma. Tomar la decisión de hacerlas públicas no es más fácil que escribirlas, ya que mientras con las palabras vienen a nuestra memoria imágenes que hemos reprimido, cuando las compartimos estamos mostrando nuestro lado más débil. Pero es necesario hacerlo. No solamente como una forma de hacer un proceso de catarsis, sino porque hay ciertas historias que deben ser contadas, pues al callarlas lo que estamos haciendo es cargar con la culpa de los verdaderos culpables.
Es por ello que he decidido contar mi historia. Lo quiero hacer desde hace mucho, pero no había tenido el valor de empezar a escribirla, ya que durante todo este tiempo, aunque he tratado de convencerme de lo contrario, me he sentido culpable. Lo hago ahora motivado por la iniciativa que tomó Adolfo Zableh de mencionar la suya.
Al contarla busco dejar de ver la violación como un hecho que debe ser callado, más en el ámbito de los hombres, que no solamente deben cargar con el peso de lo vivido, sino que, en muchos casos, deben aguantar las hipótesis que lo único que logran es revictimizarnos.
Hoy tengo 32 años de edad. He cargado con el dolor y la culpa por 19 años. La mayoría de los días me siento ligero, pero los días en los que me siento pesado transcurren lenta y dolorosamente. Respiro profundo e intento evitar que los recuerdos me superen. La mayoría de las veces lo logro.
Tengo que ser claro. La mayoría de mi infancia no fue feliz. Tuve momentos hermosos, pero no fueron tantos y algunos perdieron su fuerza después de lo ocurrido. Trato de volver a los pocos hermosos recuerdos de mi infancia cuando la tristeza me embarga, pero muchos de ellos van perdiendo su intensidad con el pasar del tiempo. Y no es precisamente por la edad, es porque con el tiempo la culpa y el dolor suelen ser más grandes.
Nadie conoce la totalidad de aquella historia. Quien mejor la conoce mi esposa, pero aun así solamente conoce una parte. Y es que contarla toda es recordar cada detalle, cada rostro, cada olor, cada segundo de lo ocurrido. No es fácil. Pero pienso que para superarlo, si es que realmente se puede superar, debo contarla. Quizá algunas cosas me las guarde, no porque quiera conservarlas para mí, sino porque son tan dolorosas que considero que no es el momento para sacarlas a la luz. Por ahora que se queden enterradas.
Era un niño de 13 años de edad. Y tengo que resaltar que era un niño de 13 años porque hoy en día algunas personas hacen hincapié en que a esa edad ya se es un hombrecito (o mujercita); que ya se está a un paso de ser hombre. ¡Un hombre! Eso me recuerda un verso de Barba Jacob: «Vosotros no podéis comprender el sentido doloroso de esta palabra: ¡UN HOMBRE!». Nadie a sus 13 años de edad está cerca de ser un hombre.
Era un niño de 13 años en todo el sentido de la palabra. Tenía unas gafas permanentes gigantes; me peinaba hacia el lado derecho, con la línea perfectamente marcada y una buena cantidad de gel que aplastaba mi cabello; usaba medias blancas y algunos de mis pantalones me quedaban arriba de los tobillos; solamente había besado a dos niñas en los labios: a los cinco años a una amiga del salón y a los 11 años a un niña cuatro años mayor que yo. Para esa edad ya había tenido que enfrentar una gran cantidad de situaciones dolorosas, pero seguía siendo inocente. No conocía el mundo ni la maldad que en él se movía diariamente. No decía groserías, no porque me estuvieran prohibidas, sino porque no me nacía hacerlo.
Después de mucho trasegar por la ciudad, de vivir en diferentes barrios e inquilinatos, en 1997 terminé viviendo en uno del barrio Santa Fe, en el centro de Bogotá. Para quienes lo conocen o han pasado por ahí, saben que no es el mejor barrio de la ciudad. Para aquella época no era mejor, por el contario, la situación del país hacía de él un expendio de drogas, de ollas en cada cuadra, pandillas en diferentes partes de la calle 22; de gente en carros lujosos que contrataban prostitutas y sicarios; de balaceras y muertos casi todas las noches. A él llegaban a vivir toda clase de personas que habían caído en desgracia moral o económica; personas que estaban de paso tratando de recuperarse de una mala racha. Llegaba toda clase de personas: tanto personas maravillosas como personas a las que se les notaba la maldad del mundo en sus rostros.
Vivía en una habitación de cuatro por cuatro con mi madre y mi padre. Los tres dormíamos en una cama doble. También había un armario gigante y con el tiempo mi padre pudo conseguir un televisor de segunda. La casa era horrible: oscura, húmeda, fría y habitada por mucha gente y por una que otra rata. Como en todo inquilinato, compartíamos tanto el baño como la cocina. Fuimos afortunados, pues solo los compartíamos con una familia de cuatro personas que vivían en la habitación de al lado.
Como algunos se lo imaginarán, ese no era el lugar en el que un niño de 13 años quisiera pasar su tiempo. Por eso había construido una rutina para que el día se pasara rápido. Salía de mi casa a las 6:00 de la mañana rumbo al colegio, de él salía a las 12 del mediodía y me devolvía a mi casa a almorzar y a hacer mis tareas. Cuando terminaba con mis deberes salía de la casa y me iba a la 22 con octava, donde quedaba un local con una gran cantidad de máquinas de videojuegos y estaba en él hasta que lo cerraban. Cuando tenía dinero jugaba, cuando no, miraba a los demás jugar. Así transcurrieron algunos meses, antes de que en aquel lugar conociera a quien tiempo después abusaría de mí.
A ese lugar llegaban niños de 11 años en adelante, muchos. Pero también llegaban personas mayores que no jugaban. Con el tiempo, después de lo ocurrido, fui consciente de que no estaban en el lugar por los videojuegos, sino por los niños. Algunas de estas personas regalaban fichas y llevaban a algunos niños a la panadería de al frente o a un restaurante chino cercano para que comieran algo.
Mi caso fue curioso, si es que esa es la palabra adecuada. Un señor se acercó a mí y empezó a hacerme preguntas sobre el juego, a las cuales yo respondí sin problema alguno. De repente llegó otro señor que le dijo al primero que se fuera, que me dejara en paz. A este yo ya lo había visto, vivía en un edificio que quedaba en la esquina de mi cuadra. Eso me generó confianza. Quizá fue por esa razón que le hice caso cuando me dijo que me fuera para la casa, ya que ese era un lugar peligroso para los niños. Él decidió acompañarme hasta ella y antes de separarnos me dijo que si yo necesitaba algo podía contar con él, que podía ir a su apartamento a jugar con otros niños que se la pasaban en él.
La siguiente vez que lo vi fue cuando me llamó desde su ventana. Me dijo que subiera. Lo hice. Me mostró el apartamento y me presentó a otro niño, quizá dos años mayor que yo. Empecé a ir dos o tres veces por semana. A veces veíamos películas y otras veces el me dejaba escuchar las conversaciones de trabajo que tenía con sus amigos, eso me hacía sentir como un “hombrecito”. Me preguntaba por mi familia, por mis amigos, por mi colegio, por lo que me gustaba. Poco a poco se ganó mi confianza.
Después de un tiempo empezó a darme dinero para mis onces y para que fuera a jugar a local de videojuegos (el mismo del que me sacó diciendo que era un lugar peligroso para los niños).
Una tarde me dijo que viéramos una película: Breakdown, la cual hoy en día no tolero. La vimos sentados en su cama. Al terminar de verla me preguntó si quería ver otra (ya había oscurecido). No dude en decir que sí, pues aún no quería llegar al lugar encerrado y horrible en el que vivía. Además, para la época no tenía televisión, así que llegar a la casa era acostarse temprano y escuchar como las ratas roían la madera del piso.
Me dijo que era una película que él aún no había visto. La puso y apagó las luces. «Así nos vamos a sentir como si estuviéramos en el cine», dijo. No le vi problema alguno. La película empezó y me di cuenta de que no era como las otras. Era una película porno. ¡Era la primera vez en mi vida que veía una película porno! Me sentí extraño porque la estaba viendo con otra persona, pero no me importó. Después de un rato me dijo que sería muy chévere tener a unas mujeres que nos hicieran lo mismo, así que para la siguiente semana iba a llamar a unas amigas. A mí me pareció una idea brillante.
No sé sí pasó una hora cuando me dijo que se sentía muy cansado y que yo también lo debía estar. Yo estaba sentado al borde de la cama, así que se sentó detrás de mí y empezó a masajearme. Me sentí muy extraño, no sabía qué hacer, pero debido a la película yo solamente imaginaba que quien me tocaba era la actriz que estaba al otro lado de la pantalla. Después de un rato me quitó la camiseta negra estampada con la imagen del Pato Lucas que tenía puesta y me dijo que me acostara boca abajo, pero que no dejara de ver la película. Me sentía muy extraño. No sabía lo que estaba pasando. Después de unos minutos noté que él estaba desnudo. Me quedé paralizado. No supe qué hacer. No me movía. Tenía a un tipo desnudo encima de mí dándome un masaje. Yo no quitaba los ojos de la película, no quería ver lo que estaba alrededor. Me terminó de quitar la ropa y me dijo que me acostara boca arriba. Como un idiota lo hice. En ese momento cerré los ojos. No quería mirar. No sabía que iba a pasar. Tras unos segundos empezó a tocar mi pene y ocurrió lo que durante estos 19 años he querido olvidar. No sé cuánto tiempo paso. Solo abrí los ojos cuando todo había terminado. Después me dijo que no habíamos hecho nada malo. Que eso era algo normal. Que él lo hacía con los otros niños que iban a su apartamento. Que la otra semana llamaría a sus amigas para que pudiéramos hacer lo mismo que en la película. Me fui para mi casa sin tener claro qué había pasado.
Unos días después volví a su apartamento con la esperanza de conocer a las mujeres que había quedado en llamar. Ese día estaba con dos de sus amigos y me di cuenta de que me miraban de una forma extraña. No estaban sus amigas. Durante un tiempo, quizá dos semanas, seguí yendo a su apartamento. Me seguía dando dinero para los dulces y para jugar maquinitas. Varias veces me invitó a que viéramos películas, varías veces me negué. Pero después de un tiempo volvió a pasar. Esta vez me mostró un arma, no para amenazarme, sino para que aprendiera a manejarla, era una pistola de balines. Me dijo que subiéramos a la terraza para dispararla. Accedí. Él se hizo detrás de mí para “enseñarme”. Mientras lo hacía empezó a tocarme y me di cuenta de que se estaba masturbando. De nuevo me quedé paralizado.
Para esa época estaba enamorado de una niña del colegio. Me encantaba verla. Quizá fue esa traga la que me hizo caer en cuenta de que lo que estaba pasando no era normal. Muchas veces quise decirle que me gustaba, pero sentía que no era correcto, ya que yo estaba sucio, o por lo menos así me sentía. Así que decidí que la mejor forma de alejarme de la suciedad era alejándome de lo que estaba pasando. Así que lo hice. No volví a su casa. Pero cada vez que salía de la mía lo veía de pie en su ventana, mirándome; a veces me llamaba y yo lo ignoraba. Con el tiempo dejó de llamarme, pero nunca de observarme. Para la época abrieron un centro de atención para niños en situación vulnerable, justo en la misma calle en la que yo vivía. Empecé a ir después del colegio. Primero como usuario, pero a la semana me dijeron que les gustaría que fuera voluntario. Acepté.
Iba todas las tardes al lugar, y mientras esperaba a que abrieran la puerta me daba cuenta de que él estaba observándome desde su apartamento. Durante seis meses lo vi observarme. Durante seis meses estuve con el temor de que en cualquier momento bajara y les contaría a las personas de la institución lo que yo había hecho. Así que un día decidí coger dos metros de nailon e ir a su apartamento. Tenía la firme intención de ahorcarlo. Timbré y bajó un muchacho, de 22 años quizá, el cual me dijo que él ya no vivía allí, pero que si quería él podía ayudarme. Me di cuenta de que todos sus amigos eran iguales. Me fui corriendo del lugar.
¡¿Qué pensaba?! ¡¿Qué clase de idea era esa?! ¿Asesinar a alguien? Además, ese tipo era mucho más fuerte que yo. Si él hubiera estado esa noche, lo más seguro es que yo hubiera sido muerto. Esa noche me dejé llevar por la rabia, la culpa y la vergüenza.
Por años mantuve ese secreto conmigo, pues no quería que nadie supiera lo que había hecho. Durante mucho tiempo creí que yo había permitido que todo eso pasara, que había sido mi culpa. Pero me doy cuenta de que no fue así. Me doy cuenta de que era un niño de 13 años de edad. Un niño que se enfrentó a cosas nuevas, cosas de las que nunca le habían hablado, así que no sabía si eso era correcto o incorrecto.
Quizá algunos se pregunte por qué, después de la primera vez, volví a ese lugar. Quizá algunos piensen que yo propicie todo. Eso fue lo mismo que me pregunté durante muchos años. Hasta que hace poco fui verdaderamente consciente del significado de una palabra que escuché muchas veces: corruptor de menores. Era a lo que me había enfrentado en aquella época, era lo que él me había hecho: logró ganar mi confianza, era un niño así que no fue difícil, logró convencerme de que no estaba haciendo nada malo, logró convencerme de hacer lo que él quería, logró convencerme de que callar era lo mejor.
No soy culpable de lo que me pasó. Es lo que me repito cada vez que me acuerdo de aquellos eventos. No soy culpable. Durante mucho tiempo pensé que había sido mi culpa. Durante mucho tiempo pensé que yo era el que había cometido el error, que yo había sido el victimario y él, el tipo de 45 años, con dos hijos, ingeniero civil, caleño, con más de 100 kilos de peso, la víctima.
Quienes pasamos por un hecho tan degradante como ese no solamente cargamos con la culpa, también con la vergüenza. Pero al mirar más allá, me doy cuenta que en muchas ocasiones es la misma sociedad la que, quizá sin quererlo, nos hace sentir culpables y avergonzados. Cuando nos dicen por qué fue a su apartamento, por qué se puso esa ropa, por qué lo dejó entrar, por qué lo saludó, por qué pasó por esa calle, por qué pasó por ese parque, por qué fue a ese bar, por qué cuenta eso, por qué por qué por qué., nos están diciendo, de una u otra manera, que también somos culpables de lo que pasó y que eso hay que callarlo porque es algo privado. Pero así no debe ser. No somos culpables y no deberíamos sentir vergüenza por los que nos pasó. Al sentir vergüenza y culpa solamente logramos que el victimario siga teniendo control sobre nosotros.
Tiene razón Zableh cuando afirma que quienes somos abusados quedamos defectuosos, ya que debemos lidiar con la culpa, la vergüenza, la tristeza y el dolor que eso nos causa. Las imágenes de lo ocurrido pueden venir a nuestra memoria en cualquier momento y debemos luchar contra esos recuerdos. Somos defectuosos, pero la mayoría somos lo suficientemente fuertes para evitar que esa horrorosa experiencia dañe nuestra alma, contrario a lo que muchos cree.
No somos psicópatas, ni violadores, ni pederastas. Somos hombres, mujeres, niños y niñas que debemos vivir en una sociedad enferma que día tras día nos pide que de eso no hablemos. Una sociedad que sigue creyendo que eso pertenece a nuestro ámbito privado, al igual que lo pensaron nuestros violadores, por el simple hecho de que nuestra sexualidad se ve involucrada en ello. Nunca quisimos que eso hiciera parte de nuestra intimidad, no queríamos que nos hicieran eso ni que ese fuera un recuerdo y un secreto que martillara nuestra memoria por el resto de nuestras vidas. No hay que confundir que las víctimas no queramos hablar de lo ocurrido por el dolor que causa hacerlo con no deber hacerlo porque es del ámbito privado. Tratar de que las víctimas de estos hechos los guarden como algo íntimo e inefable es no ser conscientes de lo grave que es una violación. Esta es la forma más cruel y despiadada en la nos es arrebatada la libertad.