Sabido es que septiembre es en Colombia el mes del jazz; que en los últimos veinte años, fortalecidos ya con distintos resortes institucionales y comerciales, importantes ciudades colombianas han logrado consolidar festivales que hoy son referentes visibles en el contexto internacional, como en los casos de Bogotá, Medellín y Barranquilla.
Pero no es de los festivales de jazz que quiero hablar, tampoco de lo que ya es en nuestra vida musical un movimiento con logros bien identificables. Uno en el que muchos músicos colombianos de distintas generaciones han venido trabajando en materia de composición, interpretación y experimentación para alcanzar ya la compleja categoría de un lenguaje que puede ser llamado jazz colombiano.
Lo que quiero es aprovechar este contexto musical septembrino, para destacar la importancia que desde hace muchos años ha venido jugando en la fundación de este lenguaje la relación entre la cumbia y el jazz. El papel que desempeña nuestra Cumbia, en el contexto de esta macrofusión planetaria que es la experiencia cultural sonora del jazz contemporáneo. Por varias razones: en primer lugar porque se trata de un ritmo de características estructurales muy complejas y distintivas en el que el componente improvisativo de sustancia africana lo conecta con fuertes lazos desde la raíz y en su más profunda esencia con el jazz. Una condición que solo es posible, según el sabio cubano don Fernando Ortiz, por el "hálito improvisativo" que subyace en las músicas de fundamento afroamericano. Y en términos prácticos eso significa que la cumbia presupone en sí misma, en el natural desempeño de su universo sonoro, los espacios propicios para el desarrollo del lenguaje jazzístico. Es decir, que en su dinámica de tres voces percusivas cada una con su juego de tiempos perfectamente conjugados, el llamador, el alegre y la tambora, en su diálogo complementario, tejen un extraordinario background que permite que en su cauce se inserten y superpongan nuevos ritmos, distintas voces solistas, grupos instrumentales melódicos y armónicos, lenguajes nuevos completamente diferentes, que la cumbia absorbe y transforma en propios, quedando como resultado una nueva fusión que consideramos puede ser puesta en los mismos términos de interés e importancia en los que hoy están casos como los encuentros entre lo afrocubano y el jazz, la bossa nova y el jazz, el tango y el jazz, para solo mencionar tres afluentes reconocibles de la corriente tributaria del gran río del jazz que es el jazz latino. Pensamos sin chauvinismos que la cumbia encaja bien en ese concierto de nuevas aguas creativas que hoy por hoy le dan al jazz una presentación distinta y pluricultural, de acuerdo con el espíritu de los tiempos, y con la esencia espiritual de esta música que Stravinski califico como la única gran música que el siglo XX legaría a la posteridad.
Hoy por hoy, a través de referencias testimoniales de época, asociaciones y cotejos de distintos datos sociales y culturales, con músicos y melómanos bien enterados, podemos afirmar que ya en los años treinta, aunque no en el marco de lo que hubiera podido ser una corriente de experimentación, sí hubo casos excepcionales de músicos nuestros que interpretaron ritmos criollos, especialmente la cumbia, con aproximaciones que bien pudiéramos llamar jazzísticas. Y pienso en casos como en los de Antonio Maria Peñaloza, Alex El Muñecón Acosta, Julio Arnedo, Adaulfo Moncada, Adolfo Mejía, Ramón Ropaín, Pacho Galán y Lucho Bermúdez, entre otros. Pienso también, desde luego, en la Orquesta Jazz Band Lorduy, de Cartagena, y en la Emisora Atlántico Jazz Band, de Barranquilla, como matrices propicias, y no porque tuvieran los rótulos "Jazz Band" en sus nombres, sino desde luego por el carácter que tenían ambas. Lo importante aquí es anotar que esos músicos nuestros probablemente nunca interpretaron el jazz para formar conscientemente un movimiento jazzístico, sino seguramente como un ejercicio de disciplina formativa, como una actividad de estudio, ya que reconocían el jazz como una música de exigentes requisitorias técnicas e inspirativas, pero también por necesidades laborales. Así que es probable también que lo hicieran de forma más bien vergonzante y prejuiciada en un momento en que en el contexto de los salones sociales y en las esferas de poder les era más permitido tocar temas del gran repertorio del swing, que era la música popular más prestigiosa del momento, y desde luego una elegante forma del jazz, que tocar cierta música popular nuestra como la cumbia, el porro o el mapaIé.
Lo importante es recalcar que a estos músicos no les era extraño el lenguaje del jazz. Por eso no es raro encontrar en muchas de las grabaciones de los cuarenta y cincuenta, especialmente en cosas de Rufo Garrido, Pedro Laza, La Sonora Cordobesa, la Orquesta A No. 1, Clímaco Sarmiento y Manuel Villanueva, entre otros, una asombrosa utilización de las intervenciones solísticas, casi siempre de saxo, clarinete, trompeta y bombardino, en contraposición con el coro de los demás metales y de la sección rítmica, en una franca relación de call and response, llamado y respuesta, que es, ya se sabe, la estructura primitiva de origen negro más definitoria de la experiencia jazzística.
Sin embargo, ese jazz colombiano, no solo se alimenta de cumbia: lo hace también con porro, fandango, bambucos, pasillos, joropos, paseos y merengues…
Hay que escucharlo.