Perros de cuatro patas
Opinión

Perros de cuatro patas

Por:
agosto 29, 2013
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Aprendí a caminar agarrada de las mechas de Gina (no, de Gina Parodi no), una pastor collie-chanda que, unas veces me levantaba de las cargaderas del overol cuando me caía y, otras, se tiraba patas arriba para amortiguarme el golpe con su barriga de peluche. Cuidó mis pasos hasta que cumplí once años. (A Gina le han seguido otros y otras que repitieron la historia con mi hija, y que, seguro, la repetirán con la suya en unos años).

Traigo a cuento este cuento, en medio de tantas atrocidades que a diario protagonizamos los humanos —los animales nos dan lecciones de humanidad que, por creernos superiores, nos negamos a reconocer—, además de por experiencias propias, por dos motivos de esos que llegan al corazón. El uno más reciente que el otro. El uno se trata de un video casero de los que cualquiera puede subir a YouTube, realizado sin libretos, sin escenografías, sin director; sin ningún interés para los hermenéuticos porque lo que muestra es lo que es: una perra labradora (puede que sea perro, no le vi la diferencia) cuidando a un niño con síndrome de Down. Nada más. Solo ternura. La que tanto señalan los expertos —qué pifiada— como gran diferencia entre nosotros, los racionales, y ellos, los irracionales. Un video que se ha ido abriendo camino por entre las montañas de noticias que nos agobian, y que todos tendríamos que ver para conectarnos un instante con lo esencial.

El otro, el menos reciente, me vino a la memoria por cuenta de una canción que escuché en un bar el fin de semana. Fue una entrevista del escritor español Pedro Ruiz con el cantautor argentino, Alberto Cortez, en TVE. Entre otros temas de la música y la vida, se detuvieron en uno que hacía referencia a mi composición preferida del invitado: “Callejero”: Era callejero por derecho propio/ su filosofía de la libertad/ fue ganar la suya sin atar a otros/ y sobre los otros no pasar jamás/. Aunque fue de todos nunca tuvo dueño/ que condicionara su razón de ser/ libre como el viento era nuestro perro/ nuestro y de la calle que lo vio nacer…

Cortez, que no tiene hijos y vive en Madrid, recordó cómo le había cambiado la vida un perro callejero —a él, que le aterraban los perros— que resolvió instalarse debajo de su carro y que tuvo que entrar a la casa, “temporalmente”, por insistencia de su mujer. Habló de la alegría, el amor, la compañía que aportó a la familia. Hasta el punto de que su primer contacto con la realidad, luego de un accidente cerebral que casi le cuesta la vida, fue la imagen del perro arropándole el cuerpo con las patas delanteras. (Veo de nuevo a ese hombre grande y ronco, con la voz quebrada por la emoción, y se me hace un nudo en la garganta. Observo a Luna roncando plácida al lado mío, con las orejas y la cola desgonzadas, y me conmuevo. Pienso en la cantidad de gente que abandona las mascotas y reviso las estadísticas del maltrato animal y me da rabia. E imagino el sentimiento de pérdida que llevó a Cortez a escribir la canción y entre lágrimas lo comparto, lo he sentido varias veces).

Era el callejero de las cosas bellas/ y se fue con ellas cuando se marchó/ se bebió de golpe todas las estrellas/ se quedó dormido y ya no despertó/. Nos dejó el espacio como testamento/ lleno de nostalgia, lleno de emoción/ vaga su recuerdo por los sentimientos/ para derramarlos en esta canción/. Al fin y al cabo amigos míos, no era más que un perro...

Si aprovecháramos los ejemplos que a diario nos dan, no dudaríamos de sus sentimientos y particular inteligencia. El periódico italiano Corriere della Sera publicó recientemente un testimonio de un etnólogo que conoció el caso de una señora que se encontraba con su perro en un parque natural; la picadura de una avispa le desencadenó una reacción alérgica que la dejó sin respiración; el perro, en lugar de quedarse de guardia —lo que suponemos le ordenaría el instinto—, corrió hasta el puesto de guardabosques —–lo que suponemos le ordenaría la mente— a buscar ayuda; tanto ladró y brincó que uno de ellos lo siguió y pudo salvar la vida a su dueña.

Seguro que habrá lectores que no creen estas historias, o que no quieren a los perros, o que lo último que harían sería vivir con uno bajo el mismo techo. Están en todo su derecho —siempre y cuando los respeten— y no por ello van a ser mejores o peores personas. Como tampoco van a serlo los que sí creen y quieren. Porque en ambos bandos hay fundamentalistas. En el primero, abundan los que piensan que el cariño por los animales y el cariño por los hombres (hablo en genérico) son excluyentes. Y en el segundo, abundan los que los ridiculizan: les pintan las uñas, los visten con ropa de diseñador, les dan comida a la carta. Incluso hay un tercer bando, el de quienes, como el escritor Fernando Vallejo, manifiestan abiertamente su solidaridad canina; solo canina. Vallejo ha donado buena parte de los dineros obtenidos por sus derechos de autor y sus premios, a perros abandonados en distintos países. (Tengo un recorte de El Espectador con una entrevista que Nelson Fredy Padilla le hizo en 2011. Le preguntó: “Maestro, ¿no le parece demasiado dinero para los perros, habiendo tanta gente necesitada?”. Le respondió: “Esa es una cretinada. ¿Usted cuántos niños ha recogido y cuánto de su sueldo les da a los pobres?”).

Entre los unos y los otros, me identifico con los argumentos del cantor: Era nuestro perro y era la ternura, esa que perdemos cada día más y era una metáfora de la aventura que en el diccionario no se puede hallar… No comen cuento, ni caviar (a los perros de cuatro patas me refiero), con el cuido les basta. Son únicos.

COPETE DE CREMA: En una investigación de la Universidad de Pensilvania, la científica Erika Friedmann, basada en estudios realizados con grupos de niños, ancianos y enfermos del corazón, concluye que la cercanía de un animal de compañía hace más solidarios con el prójimo a los niños, más longevos a los ancianos, y más dispuestos a sanar a los enfermos. Y a todos, más felices.

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