Por más anuncios del gobierno sobre estrategias y operativos encaminados a desmembrar las bandas criminales, por más legislación encaminada a disuadir a los delincuentes, el auge de las mismas obliga a pensar que no se están obteniendo resultados. Las bandas proliferan por todo el territorio nacional, en zonas urbanas y en el campo. Las hay de distintas envergaduras, desde las poderosas bandas financiadas por estructuras mafiosas como los tristemente famosos Urabeños, los Pachenca en El Magdalena, La Oficina en Medellín y zonas aledañas, hasta bandas menores relacionadas con el microtráfico local, y sin duda otras formadas por emprendedores independientes que trabajan un tiempo por su cuenta mientras encuentran mejor y más seguro patrón que la lucrativa improvisación.
La impotencia del Estado, que ni con bombardeos ha sido capaz de disminuir este mal, en algunos casos es hasta comprensible. Porque luchar contra un enemigo tan grande, tan difuso, tan bien financiado, tan entrenado, tan poderoso, no debe de ser fácil. Además, algunos de los delitos cometidos por los integrantes de dichos grupos son excarcelables. ¡Qué más puede hacerse en este país con las cárceles abarrotadas en condiciones infrahumanas! De manera que serán muchas las ocasiones en las que los agentes de la ley pensarán que no vale la pena un esfuerzo que a nada conduce, y mirarán para otro lado.
En Medellín, la presencia de las bacrim es ya una triste tradición. Desde los feroces grupos de sicarios formados con muchachos reclutados de los barrios en la época de Pablo Escobar, hasta las que campean hoy por calles, plazas, parques, centros comerciales y zonas residenciales, aterrorizando a los habitantes. Hemos desarrollado algo así como unos mecanismos de supervivencia en la selva, mucho más en el caso de quienes vivimos los tristes años de la guerra, conductas autoprotectoras que recobramos sin esfuerzo apenas aflora el peligro, como si estuvieran impresas con tinta indeleble en el inconsciente: no salir a ciertas horas, no circular por ciertos lugares, no dar información telefónica, mirar continuamente por el retrovisor y los espejos laterales del carro, hasta revisar que no haya nadie oculto en el asiento trasero, no recibir volantes, no dejar ver el celular, no llevar en el bolso más de lo necesario, tratar de hacerse invisible. Medidas inútiles, claro está, cuando se tiene al frente a un delincuente con un arma en la mano.
En el posconflicto, muchos de los jóvenes que militaban en las filas de la guerrilla se verán sin una ocupación, sin dinero, sin quién se atreva bridarles una oportunidad, así ellos la quieran de corazón. La misma que encontrarán en las filas de las bacrim. Estos jóvenes buscarán entre ellas lo que no van a encontrar en otro lugar, así como muchos de los que hacían parte de las bandas paramilitares amnistiadas encontraron una ocupación similar en organizaciones del mismo estilo. También hay que reconocer que para ellos esa vida tiene su encanto, aunque la violencia comprometa siempre su futuro porque una vez adentro, será difícil encontrar otra salida distinta a la muerte. Además del dinero, que será mucho más que un salario mínimo, están la aventura, el glamur, el prestigio ante sus pares, ante sus novias, el poder, el desafío a la autoridad, al establecimiento, a la sociedad.
Para ellos esa vida tiene su encanto,
aunque la violencia comprometa su futuro porque una vez adentro, será difícil encontrar otra salida distinta a la muerte
Como si fuera poco, la delincuencia lee el mensaje equivocado que se le está enviando. No podría ser de otra manera. La condena a cadena perpetua a algunos militares ya mayores, no sé si sean culpables o no, cuarenta años por aquí, treinta por allá, seguidas de impunidad a los guerrilleros a quienes se les abren las puertas de las cárceles para dejarlos salir después de haber sido hallados culpables de los mismos delitos que comenten las bandas: secuestros, extorsiones, desapariciones, narcotráfico, hurto agravado, violaciones etc., etc., la lista es larga, y por todos conocida. Hechos que les señalan con toda claridad que el delincuente está protegido no solo por la ley contra los mismos delitos que comete, sino contra los agentes del orden, sobre quienes el peso de la justicia recae sin ningún equilibrio.
Este estado de cosas es un caldo de cultivo para la formación de nuevos grupos paramilitares, de grupos de limpieza, de bandas dedicadas a una burda administración de la justicia privada en la forma de venganzas, torturas, asesinatos y desapariciones. Es decir, para la formación de más bandas criminales en un círculo vicioso al cual no se le ve fin. Cosa que ocurre siempre que los ciudadanos se sienten llamados a llenar el vacío o la debilidad del Estado. En Colombia sucede a diario, de múltiples maneras. Las positivas, son entre otras las fundaciones privadas con las cuales la sociedad civil busca aliviar los problemas sociales que nos aquejan. Pero esa misma sociedad civil ha encontrado maneras aterradoras de hacerse presente, de hacer negocio sirviendo a sus propios fines, allí donde el Estado es inerme.
Los nuevos grupos paramilitares, que sin duda resurgirán, son la más tenebrosa manera de hacer justicia.