Confieso que tengo miedo de parecer reaccionario, pero cada vez me parece más insoportable esa idea de sublevación 2.0 y de resistencia política pop que toma forma en Colombia. Una política vacía, puramente gestual y cercana al más mediocre performance, que tiene por plataforma de amplificación las redes sociales y por entorno natural a las agencias de publicidad.
El paro nacional agrario ha sido su última excusa de propagación y ensalzamiento. Bajo la consigna de “ponerse ruana”, tuvimos que soportar a cientos de personas expresando su solidaridad con una causa completamente legítima, pero cuya solución dista de ser simbólica, semiótica o metafórica.
Así como hace unos meses se nos invitaba a “remangarnos el pantalón” en solidaridad con las víctimas de minas antipersona, ahora se nos invitaba a vestir una ruana en apoyo al campesinado colombiano. Estas dos acciones resumen bien el principio revolucionario que guía esta política: “Dona tu look por un día, haz de tu pinta un statement de la insurrección”.
Algunos podrán decirme que ese es su modo pacífico, creativo y simbólico de apoyar una causa, pero no me queda claro qué distingue a esta política de un activismo del simulacro. Parece más una experiencia gestual que solo delata cierta incapacidad individual y colectiva de plantear, producir y vivir formas de resistencia ético-política que efectivamente sean transformadoras de realidad.
Que se entienda bien: no pretendo deslegitimar el valor de los símbolos para comunicar problemas y realidades políticas, pero ¿por qué no pensar en comunicar una crítica de nuestras prácticas alimenticias y de consumo antes que reducir al campesinado al cliché de la ruana? ¿En qué momento se les ocurrió que expresa una mayor solidaridad travestirse de campesino y no asumir nuestra responsabilidad ética con la comida que compramos? ¿Por qué disfrazarme de campesino me acerca más a su causa que preguntarme por las consecuencias políticas de mi rol como consumidor?
Se me dirá que cada uno aporta como puede y que ese es su “granito de arena” para cambiar el destino del mundo, pero no veo en qué difiere este travestismo de la sublevación de un gesto narcisista que estetiza y maquilla los verdaderos problemas. Gesto que, ocultando las causas reales de los fenómenos sociales, también las inmuniza de cualquier posibilidad de cambio.
Esta dimensión de estetización vana, además, alcanza a tocar puntos francamente cercanos al insulto y a la humillación ¿O es que debería sentirse honrado el campesino o el mutilado porque alguien se disfraza de él?
Más allá de los loables propósitos que puedan tener aquellos que glorifican estos modos de hacer política, me pregunto en qué medida la revolución necesita solo de intenciones, de declaraciones de fe, de expresión de voluntades, cualquier cosa distinta a cambios efectivos que pongan en riesgo el mundo.
Es un activismo que se porta como señal, pero que parecería no comprometer nuestra conducta. Un ejercicio que solo celebra su propia existencia y no necesita constatarse en un cambio de la realidad de aquellos a los que dice ensalzar ¿O es que acaso los que se disfrazan de mutilados saben en qué se ha transformado el fenómeno de las minas antipersonales en Colombia tras las campañas en honor de las víctimas?
Es, precisamente, una política en la que la “resistencia” ha devenido campaña. Lugar de consignas y clichés publicitarios cuyo impacto solo se mide en cuántos la consumieron. Una política que se centra en el número de followers, la cantidad de likes o el tiempo en que la consigna vive como trendingtopic. Y celebra su éxito así: metafóricamente, sin acudir siquiera a la realidad que dice representar.
Muchos dirán que no entiendo la revuelta espiritual 2.0, que no soy capaz de penetrar el misterioso designio del acontecimiento de la insurrección web, que soy un idiota que no comprende la potencia poética de la multitud, que no valoro el más allá paradisíaco que prometen cada tweet y cada flashmob. Y tal vez tengan razón.
Pero prefiero pensar que lo verdaderamente revolucionario implica dar respuestas efectivas a problemas concretos, así estas respuestas fracasen o sean insuficientes en su desarrollo. Me parece más respetuoso con los subalternos, las víctimas y los precarizados, el compromiso por defender su singularidad, el hecho político de que no puedo ser como ellos y, por eso mismo, estoy en el deber de defender su existencia. Prefiero los retos éticos que nos obligan a poner en riesgo lo que somos y lo que pensamos, así nos impliquen la soledad de no participar en la orgía del signo común y en el placer colectivo de “hacer parte de la revolución”.