Vivimos tiempos oscuros, donde los fantasmas de la Primera y Segunda Guerra mundial parecen rondarnos queriendo que en este nuevo siglo se vean reflejados los horrores y la barbarie del anterior como en un espejo de cien años. Cien años de grandes errores y lecciones que no se acaban de aprender.
Por todo el mundo se gestan y continúan conflictos que bien podrían terminar en una única y gran conflagración. En América, Europa, el medio y lejano oriente el ruido del retumbar de las armas enmudece los llamados a la sensatez, a la justicia y a la paz como una búsqueda urgente, pero aparentemente cada vez más lejana.
Es entonces, cuando ante la falta de respuestas y salidas. Lo que surgen son más cuestionamientos en forma de porqué ¿Por qué somos incapaces de convivir? ¿Por qué nos empeñamos en convertirnos en los peores enemigos del planeta y de nuestra propia especie? En fin; ¿Por qué seguimos haciéndonos daño?
Una forma de llegar a la contestación de esos porqués, es tratar de ver que tienen en común los conflictos actuales con los pasados, y creo que esto se resume en una sola palabra “diferencia”. Sea esta de carácter cultural, religioso, racial, económico, geográfico, y no en pocas ocasiones de filiación política o clase social. Elementos suficientes para encender los odios y sacar a la superficie lo peor de nosotros cometiendo las peores vejaciones en contra del otro, en una supuesta defensa de lo que consideramos nuestro.
Es así como aquellos que tienen el poder de hacer la guerra, o ejercer la llamada “violencia legítima” apelan a cuestiones tales como el nacionalismo y los intereses comunes de una determinada facción, para crear división. Divisiones que sirven a los intereses mezquinos de corporaciones y gobiernos que usan la propaganda mediática como arma, en contra de los que deberían ser anhelos comunes a toda la familia humana.
Una vez identificado este elemento catalizador de la injusticia. Podríamos preguntarnos por el antagónico a esta justificación de la agresión por diferencias que no en pocas ocasiones son mucho menos significativas y poderosas que aquellas cosas que nos hermanan.
El concepto que se opone a esa indiferencia por la suerte de aquel que en la superficie no es como nosotros, no es otro que “La empatía”. Este es el sentimiento responsable de que sintamos lo bueno y lo malo que pasa a otros como si nos pasara a nosotros mismos. Esto ha sido sintetizado en diferentes sistemas de creencias y culturas en frases como: “Quiere a tu hermano como a ti mismo” o “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti”. Esto solemos sentirlo en mayor medida, cuanto más cercana nos sea la persona. De tal forma que si se trata de nuestro hermano, nuestra pareja, nuestros hijos o padres, estaremos dispuestos a arriesgarlo todo con tal de que ellos no sufran mal. Por otra parte con mucha frecuencia esos niveles de empatía van disminuyendo entre más lejano sea el otro a nuestro entorno familiar, social, racial, cultural o geográfico. Hasta llegar a un nivel de empatía de cero de tratarse de gente de latitudes lejanas del globo, con otro idioma, otras creencias y un color de piel diferente al nuestro.
Es entonces cuando una conclusión lógica surge. Y esta no es otra que hasta tanto no seamos capaces de sentir el dolor y las injusticias que sufren los demás como propios. Por más que usen prendas de vestir que nos resulten extrañas o maltrechas, no sean de nuestra clase social o nacionalidad, y sus expectativas o modo de vida no se compaginen con los nuestros. El mundo no podrá aspirar a una paz duradera. Y continuaremos clamando por la sangre de nuestros hermanos, respondiendo al odio que otros nos han inculcado.
Por todo esto, debemos entender que “nuestra gente” es toda la gente sin distinción alguna. Debemos también, dejar de prestar atención a aquellos que buscan todo el poder para ellos y su clase, imponiendo su visión unilateral de lo que debe ser el mundo. En lugar de permitir que cada pueblo y cultura desarrolle su propia cosmovisión. Debemos volver la vista a lo verdaderamente esencial como lo es la búsqueda de la paz, la justicia y vida digna para todos. Entendiendo al fin el verdadero significado de las palabras de Mahatma Gandhi cuando dijo “No hay caminos para la paz; la paz es el único camino.