La pequeña Irina encontró, hace cuatro días, cinco perritos tirados en una zanja muy cerca a su casa, mientras paseábamos en bicicleta.
Indignada, los recogió.
Mientras uno de los cachorros lamía sus manos como gesto de agradecimiento, ella pronunció con rabia una frase en voz baja: “¿Quién sería el animal que…?”. Antes de finalizar la pregunta, ya se había arrepentido de haberla usado.
Propuso un diálogo, conmovida por la situación:
—Uno no debería preguntar “¿Quién sería el animal…?”
—Y entonces ¿cuál usamos?
—No sé, quién sería el hombre, eso es ya como un insulto, ¿o no?
—Eso dicen que decía Mark Twain
—¿Qué cosa?
—Cuando le presentaban a alguien, no le interesaba que fuera blanco, afro, indio, chino o musulmán…
—Ahhhh sí, ¿y…?
—Que le bastaba y le sobraba con que fuera un ser humano…
—No entiendo…
—Déjame terminar, finaliza diciendo: “Peor cosa no podía ser”.
—Como ese que tiró los cachorros a la zanja… peor cosa no podía ser.
—No es un animal, sino un ser humano…
—Pues sí, porque un animal no hace eso…
—Y entonces, por qué nos preguntamos siempre ¿Quién sería el animal? ¿O quién sería la bestia? qué es más o menos lo mismo.
—Porque somos discriminadores, no nos importa…
—¿Y a quién le importa? ¿No me digas que a los animales?
—Los animales no pueden defenderse pero hay asociaciones que sí los defienden…
—Nadie defendió a los cachorritos…
—De eso no estoy hablando, digo que uno debería defender a los animales contra esas frases discriminatorias, despectivas…
La conversación se tornó en alegatos de ambas partes. Lo que estaba proponiendo Irina, era que no deberíamos usar frases que discriminaran a los animales. Me pareció exagerado, peligroso para el lenguaje, el humor. Ella insistía hasta el enojo que eso debería ser un acto de discriminación con pena. Se enojó casi al borde de la histeria, cuando le dije que no podía seguir hablando con ella porque estaba más cerrada que cascarón de hicotea, más terca que una cabra y más sensible que pavito chiquito.
Se alejó con sus cinco perritos metidos en la canasta de su bicicleta. Mientras se alejaba, comencé a pensar que no podríamos decir que el tema de la etapa pedagógica de Transcaribe en Cartagena, me tenía enzorrado, porque entonces la asociación de defensores de zorros, podría iniciar una demanda. Sobre las zorras, no diré nada. Ni podría asegurar que los políticos de la ciudad eran una partida de ratas. ¿Hay asociación defensora de ratas?
La lista de frases discriminatorias se me presentó lenta y generosa… “No seas tan cochino”, “hueles a zorrillo”, “qué burro eres”, “estás más gorda que una ballena”, “comes más que tiburón ansioso”, “esa mujer es bien perra” o “ese sujeto es bien perro”.
Puede aquí dejar las suyas,
para ir construyendo el diccionario de frases discriminatorias,
y regalárselas a Irina en su próximo cumpleaños.
Puede aquí dejar las suyas, para ir construyendo el diccionario de frases discriminatorias, y regalárselas a Irina en su próximo cumpleaños.
Tomé mi bicicleta y pedaleé hasta alcanzarla. Le ofrecí disculpas, le dije que no tenía por qué ponerse tan seria como puerca orinando, ni ponerse tan agresiva como pitbull callejero… Que haría un esfuerzo por no usar más frases contra los pobres animales (y ella me reprochó por qué decía “pobres”), le pedí otras disculpas por usar “pobres”, pero le pedí, que me dejara los insectos, porque entonces no podría decir que hay concejales que se la pasan mariposeando, o que hay cantantes de champeta que suenan como grillos.
Se detuvo, me dijo que la discriminación era asunto de animales también. Pude alejar, pero me mantuve en silencio. Me miró con ternura de ternero huérfano, y supe que había aceptado mi petición.
Juntos nos fuimos a llevarle los perritos a un tío de ella que tiene una finquita por la loma de Turbaco.