El Cielo Ajedrez de Antonio Agudelo es la última obra poética de este autor español que instala la reflexión humana frente a la vida en un territorio limítrofe del ensueño y la esperanza. Agudelo parece sufrir durante la extensión de cada palabra una metamorfosis irremediable y luctuosa acaso. El poeta se transforma aquí en un gran discernidor de la realidad e interpela al universo por cada breve instante en que la vida parece perderse entre una mar de nostalgias ajenas.
La obra publicada durante Enero del presente año, por la editorial El Sastre de Apollinaire y que cuenta con ilustraciones del poeta Juan Carlos Mestre (Premio Nacional de Poesía 2009, España), inaugura una poética de los mínimos posibles tras la verdad manifiesta de las cosas. Es así como Agudelo pretende retratar a través de su oleos panegíricos el amplio espectro de personajes que pueblan su mundo y que son su poesía, es decir, su poesía está en la poética del otro.
El lirismo sensible que atañe a ésta obra, se reciente positivamente de una habida profusión de inquietudes metafísicas que desnudan esa revelación impersonal y anónima que hermana a los hombres en el momento íntimo de la reflexión ante el misterio. Es posible encontrar en Hegel una explicación ulterior a la amplia disertación que hace Agudelo frente a los múltiples fenómenos y los diversos paisajes: “el poeta lirico le presta su alma a las cosas y su voz pide entonces, ser escuchada” y lo que es válido para Agudelo: este hombre; deslumbrado por la lírica espiritual encarnada en el mundo que lo rodea, escribe o plasma la voz inefable de lo ajeno, para hacerlo propio; para que otros también participen del secreto.
El ser mismo del poeta; su personalidad, sus preocupaciones y su estética; harto conmovida por lecturas eternas, se presenta completamente al lector con nobleza, y quizá con la esperanza de invitarlo a una introspectiva materialización de lo sensible. Es pues, una escritura doble, que necesita de un lector atento para culminar con el arduo trabajo de la revelación y el pensamiento.
Resalta además, el dominio que posee de una abrazadora prosa y de las técnicas orientales que dibujan el esplendor de la naturaleza como pequeñas gotas de absenta sobre el lienzo frágil de la vida y que cifran su nombre en la estructura del Haiku, pues Agudelo dedica a esta poética, un considerable espacio del libro.
Este tipo de poesía ancestral (Haikú), tiene sus raíces en la obra japonesa del Siglo VIII Man'yōshū y no es de sorprender que Agudelo la desarrolle con pasión, puesto que algunos poetas occidentales que lo preceden han explotado las virtudes quizá escondidas tras este tipo de composición cautelosa y esencial; como lo hicieran García Lorca, Machado, Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Watanabe o Benedetti, a su tiempo.
Para finalizar, resulta pertinente invitar al lector a compartir esta poética del otro, mientras se aborda la materia humana que se debate en los versos de Viena, poema que inaugura la obra y que nos recuerda lo fútil y a la vez bello del corpóreo fenecer y la posterior trascendencia del espíritu poético:
“Los panaderos cantan en la niebla del silencio. / Las madres oyen lágrimas crujir en el silencio. / Las golondrinas crían en los graneros del silencio. / Gandhi bebía en las raíces blancas del silencio. / Morir es despertar en el silencio”. (pág. 15).