Hace 80 años, un grupo de cinco parejas errantes de la colonización antioqueña detuvo su paso en una zona selvática ubicada a hora y media de Florencia, Caldas. Allí se ubicaron y después de años de arduo trabajo llamaron a sus tierras El Congal. Diez años después, una de esas parejas tendría un hijo al que nombraron José Octavio Echeverri Marín: quien es hoy un hombre mayor de sonrisa enorme y ojos que hablan de fe. Él fue quien me contó esta historia de cómo la vereda más próspera de la región se vio reducida por el fuego a escombros.
En pocos años el duro trabajo de los campesinos fundadores dio sus frutos: las parejas pasaron a ser familias, los cambuches entre el monte a casas de bareque, y las maticas a cultivos grandes de pasto, caña, café y ganado. Las familias pasaron de no tener nada a tener negocios rentables que surtían las veredas circundantes.
La prosperidad se fue acabando cuando en cuestión de meses los guerrilleros del frente 47 de las FARC y los paramilitares de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, en su afán de enriquecimiento, convirtieron al pueblo en su zona de enfrentamiento: usaron a los campesinos como escudos de sus balas y arrebataron a muchos de sus jóvenes para fortalecer sus filas. Para los campesino las confrontaciones diarias terminaron en 2002, cuando los Paramilitares dieron dos días a los campesinos para salir, término del cual quemaron todas las casas.
Confundidas y atemorizadas salieron más de 30 familias hasta la carretera más cercana, sector La Punta, donde las recibieron las Chivas que las llevarían hasta Florencia, lugar en el que fueron retenidos durante años por la Guerrilla. En un día habían perdido lo que construyeron durante décadas, hasta la libertad.
13 años después comenzó el retorno, que dio su primer paso cuando, una tarde de 2012, Arcilda Pérez y Fredy Arango Calderón conversaron a través de una ventana. Ella le contó que había nacido en El Congal, pero que muy niña la habían sacado para Florencia, y no alcanzó a regresar antes de la destrucción del pueblo, pero que su mamá, natural de allí, siempre le contaba anécdotas, haciendo que surgiera en ella una nostalgia por sus calles e historias; por conocer ese lugar mítico.
De esa conversación nació la idea de un Convite en El Congal, encuentro que efectuó la Legión del Afecto, en diciembre de 2013 de la mano de la comunidad desarraigada, al que asistieron más de 170 personas.
Recorriendo los caminos, hicieron homenaje al recuerdo de la muerte y reconocimiento a la vida de los que cayeron. Un momento para recordarlos, para decir su nombre, afirmar «aquí murió» sacando así a sus muertos del anonimato del olvido, de la cifra y de la desmemoria que es la Madre de todas las guerras. Honrar a los muertos es necesario, pero quedarse en el llanto solo trae más muerte, por eso celebraron la vida con música de carranga, baile, diferentes lenguajes alternativos de los jóvenes y comida abundante echa en fogón de leña.
En esa primera llegada solo encontraron monte, restos de casas y trozos objetos que daban fe de un pasado próspero. Una parte del centro de salud seguía en pie, y el recuerdo de su inauguración frustrada les estrujó el corazón ya confundido entre las emociones. El centro de salud fue tragado por las llamas paramilitares un día antes de la fecha en que sería inaugurado.
11 años después, durante el convite, a pesar del miedo por las minas que aún se pudieran encontrar semienterradas en los caminos, se inició el desyerbe en la cancha y una parte del centro de salud. El Convite terminó en la noche, pero fue el abre caminos para el retorno: los campesinos siguieron yendo cada vez que pudieron a proseguir recuperando del monte y de los recuerdos de muerte al caserío.
Los elementos trabajados ese día sirvieron para configurar un documento que retomara las necesidades económicas y las riquezas humanas presentes en la comunidad desarraigada, documento que fue llevado ante la gobernación de Caldas para visibilizar y buscar el apoyo requerido para el retorno. Un año después dio sus primeros frutos: la construcción de una vía destapada hasta El Congal, herramientas para la labranza y abonos para los sembrados.
Ese apoyo ha permitido que ahora se estén sembrando árboles frutales, café, maíz, fríjol, yuca y una gran variedad de alimentos sembrados pero en muy poca cantidad, pues los campesinos están limitados por el transporte que sólo va en fin de semana y por su capacidad económica para pagarlo.
A pesar de las penalidades, don José Octavio no ha perdido el anhelo de regresar a su tierra. Él siempre ha sido un hombre de paz, por eso no entendió cuando en una entrevista que le hizo un periódico de la región, se afirmó que habría sido guerrillero y que por ello habría perdido una de sus piernas al detonar una mina antipersona. “En mi familia nunca nos quisimos meter en eso, por eso mis hijos los mandé a la ciudad desde niños, y por eso mismo tuvimos que salir del caserío mi esposa y yo” aclara, sin rabia en la voz.
Él es de esos campesinos que, a pesar de las penalidades, no guarda rencor y se la rebusca para volver a empezar desde cero; un arriero de la vida que después de haberle sido arrebatado todo, retomó las enjalmas de su destino y montó un granero en la plaza de Florencia, de esos graneros pueblerinos d` antes. Fue ahí donde le conocí, y a la vehemencia de sus ojos con la que aseguraba que El Congal se levantaría de nuevo. Sólo es cuestión de apoyo y tiempo, porque él y su comunidad tienen listas las manos trabajadoras para reconstruir su pueblo.