“Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

“Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

Ramón Montoya representa la fe y la reconciliación con el mundo. Recorrió junto a 35 muchachos las selvas del oriente de Caldas y Antioquia

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diciembre 17, 2015
“Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

Ramón Montoya es un arriero que conserva sus tradiciones en el municipio de Pensilvania, Caldas. Tiene 54 años y aún transita los caminos de arriería de la zona. 'Don Ramón', como amistosamente lo llaman, fue uno de los acompañantes de la expedición que hicieron más de 30 muchachos de la Legión del Afecto por las selvas de oriente de Caldas y Antioquia, partiendo  desde Pensilvania hasta Puente Linda, el pasado cinco de diciembre.

Las soledades empezaban a estar acompañadas por las palabras legionarias. El ensillamiento de un caballar anunciaba la partida hacia Arboleda, vereda de Pensilvania, y sin más preámbulos el pie empezó a imitar a su compañero, al compás del brío.

Don Ramón nos instruía en la forma de cómo debíamos avanzar sin agotarnos, en técnicas de respiración y formas de regulamiento físico para no desfallecer en el intento. La lluvia no descansaba y nos mojaba el lomo, nos empujaba hacia la cima de Pela Huevos, lugar de ágape y esperanza. Los bellos paisajes nos remembraban la vida del arriero, el furor del rejo que alimentaba la meta, el furor del ‘sangrero’ que acompañaba el patrón, de la mula ingenua que arrastraba la soledad con su enjalma.

Don Ramón (en el centro abajo), acompañado de los expedicionarios que salieron desde Pensilvania, Caldas. Foto: Alexander Morión. - “Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

Don Ramón (en el centro abajo), acompañado de los expedicionarios que salieron desde Pensilvania, Caldas. Foto: Alexander Morión

“Arriero que no le haga a la mula una ayuda, que deje el servicio de arriero y coja el servicio de cura”. Octavio Mejía, arriero de Arboleda, Caldas.

Mientras el caballar avanzaba, también lo hacían las palabras de don Ramón: pleiteaba consiente y sereno, rechazaba el olvido y reclamaba derechos, bendecía sus tierras con nostalgia,  e indigno, hablaba de los avances y también de las consecuencias; organizaba porcentajes en proporciones parejas sobre males, virtudes y recuerdos.

La lluvia ya nos había dejado un par de tabacos atrás y la exigencia del camino nos pedía resultados. Éramos adictos al camino, cada punto nos brindaba una historia diferente, hasta que desde un punto más alto que las nubes y apreciando la inmensidad, a lo lejos, don Ramón nos señaló su casa mientras las tripas pedían consuelo, mientras la buena nueva nos alertaba.

Nos enfermamos de nostalgia, nos hicimos participes del atropello y la ironía, nuestras lágrimas corrieron por el guasgüero porque no podíamos quedarnos meditabundos sin asecho. Quisimos cambiar el mundo con un pañuelo, con un abrazo, con la noticia de que éramos legionarios. Era mejor callar y escuchar.

“Las multinacionales ya son dueñas de todo el dinero, a nosotros nos dan papelitos para que juguemos” afirmaba Don Ramón. “Soy millonario y no tengo ni un peso, tomo agua de cualquier fuente, camino por donde yo quiero, la tierra me da la comida, mis hijos viven contentos, mi esposa me da la mano para cuando yo caigo enfermo.”

Bajó la silla del trono y al caballar lo arrimó hasta la senda, lo ensilló, lo montó y seguimos. Foto: Alexander Morión. - “Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

Bajó la silla del trono y al caballar lo arrimó hasta la senda, lo ensilló, lo montó y seguimos. Foto: Alexander Morión

¿Dónde don Ramón había adquirido estos grandes conocimientos?, ¿cómo un hombre tan sabio estaba tan olvidado?  ¿Cómo era que nos empalagábamos de proclamarnos grandes cuando don Ramón desde la bestia se veía inmenso? No estábamos dispuestos a simplemente pasar.

Empezamos a interpretar situaciones desde un punto de vista muy diferente al propio. Todo parecía una revelación.

Los caminos se juntaban entre colina y colina, unas veces hacia el cielo, y otras veces hacia el fondo, y sumergidos en nuestros sudores, replicábamos la alegría de la libertad, porque caminar es lo más parecido a la libertad, esa libertad que a veces no parece tener congruencia gracias al modelo capitalista. Caminar es el sondeo del alma, es la magia de sorprendernos paso a paso. Y ahí estábamos con don Ramón.

Ramón Montoya y su esposa Amanda García. Foto: Alexander Morión - “Arriero que no le ayude a la mula, que deje el servicio y se vuelva un cura”

Ramón Montoya y su esposa Amanda García. Foto: Alexander Morión

Don Ramón representaba lo imposible, lo que nos dijeron no se podía. Hombre de rasgos criollos, de estatura mediana, de manos cortas, de nariz arrugada y ojos serenos, él representaba nuestra fe, nuestra reconciliación con el mundo, el secreto de vivir sin morir; él no pertenecía a ningún grupo específico; él solo seguía siendo él, aunque pareciera imposible.

Y paso a paso, el caballar nos perdía monte adentro. ¿Y si no se pudiera regresar? ¿Podríamos tener la astucia de don Ramón para sobrevivir? El sistema nos esperaba pero también la casa de Don Ramón estaba más cerca.

La casa de don Ramón pertenecía a otra dimensión: no se sabía si estaba en lo alto o en lo profundo. Llegando se podía observar al fondo y parecía estar en la cima. Tal vez la magia de su constancia había transformado aquel espacio sin ninguna pretensión. La madera muy bien corroída por xilófagos y el techo de metal sangriento, sobre listones descoloridos del color de la piedra de río, demostraba cómo levitar desde la densidad de las vigas. Las paredes escamosas, de color blanco vainilla, los pisos con ventanas hacia el suelo, las puertas borrachas por la brisa.

Don Ramón le quitó la silla al caballar y la puso en el trono de la pesebrera, limpió levemente la mugre de la cornisa, respiró profundo y meditó:

“Bien puedan, muchachos. Sigan”, nos dijo. El comedor, justo en la entrada, nos esperaba. El hambre arreciaba, las tripas gritaban y los platos y las tazas aparecían.

En el plato, la comida parecía mucha --con una porción de esas se hubiera podido comer todo un día-- pero extrañamente y sin esfuerzo, el plato se fue desocupando, el cuerpo paleo y la siesta apareció.

El sonido del silencio era majestuoso. Las pieles de los camuros nos servían de lecho, mientras las palabras de don Ramón nos arrullaban, el letargo entre lo fantasioso y lo real nos estrangulaba suavemente y nos dormía. Nos hablaba de unos capos y capos de otros, de productos del espacio, del agua, de la tecnología: “El agua es la base de la tecnología, sin agua no hay tecnología”.

Nos decía que lo más fino es para allá y lo menos fino es para acá, que lo fino destruye y lo ordinario conserva.

Bajó la silla del trono, y al caballar lo arrimó hasta la senda, lo ensilló, lo montó y seguimos.

Él estaba contento, se le notaba en el semblante, paraba en medio del momento, nos contaba una historia, nos embelesaba, luego nos despertaba y nos guiaba por el camino ancho y otras veces lento.

En tiempo real, desde la casa de don Ramón caminamos cuarenta minutos , llegamos a una ladera, observamos el infinito, nos miramos todos y soltamos unas carcajadas, que de verdad no entendemos de dónde salieron. Al parecer ya éramos parte de él, y él de nosotros también. Nos despedíamos y volvíamos a empezar, empezábamos y nos volvíamos a despedir, queríamos quedarnos pero teníamos que contarle al mundo que don Ramón existe muy adentro, adentro de la montaña y también de nuestros sueños.

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