Cada vez que tomamos la decisión de dirimir un conflicto en nuestra vida diaria, frenamos en seco cuando repensamos sobre todo lo que debemos ceder, permitir, conciliar, reconocer, perdonar y olvidar, para reconstruir y volver a empezar.
Durante el período de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, naciones enteras se tragaron sapos gigantes para dar paso a la reconstrucción de sus países. Europa del Este se repartió sin consulta previa, y el gran reto a partir de 1945 fue cerrar las enormes cicatrices, reconstruir los campos y ciudades destruidas por la guerra más destructiva de la historia de la humanidad.
El panorama entonces era más que desolador: ruinas de los bombardeos, campos arrasados por carros de combate, millones de deportados, de familias sin hogar, de mutilados y muertos, cementerios llenos de cruces, enormes fosas con muertos sin identificar... la vida económica paralizada, y sin medios para reactivarla, el futuro ofrecía sombrías expectativas. La lucha contra el hambre y la reconstrucción de los hogares eran las más perentorias necesidades de aquellos que habían logrado sobrevivir. Vencedores o vencidos, nadie escapaba a los rigores de la posguerra, la única esperanza y recompensa de los pueblos era no tener más guerra.
Por eso es que una guerra nunca es limpia; solo deja divisiones, destrucción, atraso, ruina, inconformidad, dolor, odios y rencores. Para mitigar esa horrorosa guerra, dos factores fueron claves para la reconstrucción: perdonar y un plan ambicioso que transformara las ruinas, en progreso.
La historia nos recuerda que durante los años 1946-47, la producción agrícola e industrial había descendido en Europa a niveles extremos siendo insuficiente para cubrir las necesidades de la población. El plan Marshall de 1947 contribuyó a cambiar radicalmente la faz económica y política de Europa Occidental, en cuatro años. La importante inversión norteamericana de más de 13.000 millones de dólares salvó a muchos países europeos de un posible colapso económico y significó un freno a la influencia comunista.
Este plan, emulado a nuestro posible escenario de posconflicto suena a una simple metáfora, pero recuerda que fue un verdadero plan. Independiente de sus implicaciones y críticas, fue un plan de reconstrucción y transformación que permitió levantarse de las ruinas y desarrollar la transición a millones de habitantes en países destruidos.
Guardando las proporciones, en Colombia se vislumbran escenarios de posconflicto, y en algunos sectores de la opinión se han instalado las mismas dudas que entonces existieron hacia el presidente Truman; de él se decía que como presidente carecía de la capacidad necesaria para responder a los grandes retos de la posguerra, pero a la postre fue exitoso porque su plan de reconstrucción y consolidación de una paz estable, pudo llevarse a cabo: tuvo respaldo político y aprovechó su oportunidad.
Es urgente que la propuesta del perdón, o la necesidad imperiosa de perdonar y ser perdonado coja mayor fuerza, acompañada de un buen plan de reconstrucción territorial. El presidente Santos y las Farc, ya han tomado iniciativas que permiten presagiar aires de reconciliación, cuando los consensos políticos estimulen que cada entidad del Estado y cada jefe guerrillero reconozcan sus profundas equivocaciones durante el conflicto.
El perdón requiere de verdad y ese es el primer paso; no se puede desconocer que está cargado de demasiados lapos, heridas y cicatrices que le ponen candado al corazón porque tocan las emociones, los sentimientos y la razón, hasta el punto de bloquear la posibilidad de perdonar a quien hizo el mal.
Si los enemigos se colocan uno frente al otro, emerge una reflexión: aquella posibilidad de perdón que mis facultades le cierran al otro, ¿acaso no es la misma que se me obsequia cuando el otro la abre hacia mí con su perdón? La hermética actitud emocional de no perdonar a quienes me hicieron daño empieza a diluirse en el bálsamo del perdón que los otros me han ofrecido. La negativa a perdonar, empezaría a doblegarse ante la experiencia del haber sido perdonado. Quien ha saboreado el perdón, está armado de autoridad para perdonar; entonces la puerta al imperio del perdón queda abierta, porque así como nuestro corazón arde de rabia y de dolor, también puede ser abrigado por las brasas del perdón.
Siempre será mejor mirar a los demás, —tanto buenos como malos, justos e injustos, alzados en armas o no—, por la ventana del perdón y no por el espejo de las heridas, ya que esa ventana ofrece un camino distinto para el país.
El perdón es tan sublime y soberano que apabulla a la impunidad; por eso cuando el perdón es pleno, diluye a la impunidad. Los colombianos no hemos comprendido que por la propia naturaleza humana, aquel que perdona aprende a asimilar la impunidad; por eso el perdón y la impunidad pueden ir de la mano.
De este perdón y de la impunidad devorada por el perdón, la historia está llena de millones de páginas escritas que seguramente hemos leído, pero que todavía no hemos comprendido.