Observemos con atención algunos instantes la vida corriente de una persona del común en una ciudad colombiana.
Acá viene una señora de mediana edad. Sale de su casa muy temprano hacia el trabajo. Camina por la calle, a la vera de un andén roto o inexistente, temerosa del riesgo inminente de un atropellamiento. No hay sombra, solo sol. Llega a la avenida donde debe esperar el bus. Huele a gasolina, siente el humo de los vehículos entrando a sus pulmones. El ruido de motores y pitos, aunado al perifoneo de vendedores ambulantes y locales comerciales, la ensordece sin que ella se dé cuenta. Abraza su cartera.
El bus frena estrepitosamente, haciendo alarde de sus ruidosos frenos de aire, bastante apartado de la acera. La señora esquiva un taxi feroz, dos, tres motos zigzagueantes y logra colgarse de la puerta del bus mientras este ya va acelerando de nuevo. Dentro del bus no cesa el ruido —¡música estridente! — ni cesa el calor. Tampoco cesa el temor del riesgo inminente, pues el conductor no solo excede todo límite de velocidad, sino que además de contonear su vehículo por todo lo ancho de la avenida, se traviesa y frena de nuevo, estrepitosamente.
Una o dos horas después, la señora salta del bus. Por fin llega a su lugar de trabajo. Deberá pasar ahí al menos ocho horas de su día, una tercera parte de su vida, y luego repetir el viaje anterior, llegar una o dos horas más tarde a su casa, cansada, agotada, destruida, a ocuparse de las infinitas labores del hogar, mientras la televisión nacional —entre noticieros y telenovelas— le informa cuáles son sus verdaderos problemas y le inculca cuáles deben ser sus verdaderos sueños.
Bueno, al menos gracias a la industria de comidas procesadas ella no tendrá que dedicarle mucho tiempo ni mucha atención a la alimentación de su familia: basta con sofreír algunos embutidos en aceite de soya o de palma, para combinarlos con alguna harina refinada y acompañar todo con gaseosa, como sabiamente le recomienda la televisión. Así podrá dedicarle algunas de sus ya tan escasas horas a buscar cómo aliviar sus dolencias, y las de su familia, intentando navegar —seguramente con la necesarísima ayuda de algún abogado— las violentas aguas burocráticas del sistema de salud. Pero, ¿qué será lo que la mantiene siempre tan enferma?
Deberíamos también observar con atención un día en la vida del conductor del bus, acosado por las reglas y los tiempos que le impone la empresa a la que está afiliado su destartalado vehículo; de los (moto) taxistas que, presas del frenesí de unas calles derruidas y descontroladas, casi atropellan a la señora; de la señorita que, mientras atiende el local desde el que incesantemente retumba un altoparlante, respira todo el humo de la avenida; del vendedor ambulante que empuja, jornada tras jornada, el carrito con su estridente sistema de perifoneo, “¿… A cómo? A dos mil…”. Todo el día, todos los días.
A todos ellos, ¿no les debe el Estado parte de su calidad de vida?
¿Por qué está destruido el andén?
¿Por qué respiramos gasolina?
¿Por qué los contratistas pueden entregar obras y servicios de mala calidad?
¿Por qué está destruido el andén sobre el cuál la señora debería poder caminar sin miedo a ser atropellada, disfrutando de la buena sombra de unos árboles? Quizás porque fue construido o reparado por unos contratistas a quienes el político local les debía la financiación de su campaña, y por lo tanto sacrificaron la calidad debida a cambio de su tajada. ¿Por qué los contratistas pueden entregar obras y servicios de mala calidad? Quizás porque las cabezas y los funcionarios de los organismos de control, las interventorías y las veedurías ciudadanas hacen parte de las mismas estructuras corruptas y clientelistas de los políticos locales.
¿Por qué respiramos gasolina y por qué estamos sometidos a ensordecedores decibles de ruido? ¿Por la desconsideración y la indolencia de la gente, o por culpa de autoridades ambientales y de convivencia ciudadana ineficientes? ¿Por qué estamos sometidos a la ley de la selva en la avenida? ¿Por cuenta de la irresponsabilidad de los conductores, o por la falta de regulación de las empresas de transporte público, en un contexto de ruina y descontrol de las vías?
Muchos dirán que buena parte de todo ello se debe principalmente a la precariedad de nuestra cultura política y ciudadana. Pero la consabida precariedad de nuestra cultura política y ciudadana no es solo, ni necesariamente, la causa de las patologías de nuestro sistema político, de administración de lo público y de convivencia cotidiana. La precariedad de nuestra cultura política y ciudadana también es el efecto de un Estado, un sistema político y una administración de lo público, que ha olvidado y corroe nuestra calidad de vida.
Y es seguramente ahí —en el rediseño del Estado y de la gestión de lo público, especialmente repensando el nivel local y sus interfaces con el nivel regional y nacional— por donde podemos comenzar a recuperar la calidad debida.