El terror sin nombre de 'Los niños'

El terror sin nombre de 'Los niños'

La novela de Carolina Sanín, cargada de incertidumbre, que supera las trilladas historias de irealismo y miseria social

Por: Isidro Santos Gutierrez
octubre 27, 2015
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El terror sin nombre de 'Los niños'

La reveladora dificultad que tiene Los niños, de Carolina Sanín, es que es una novela que no termina en sus últimas páginas o palabras, sino que continua extendiéndose en la conciencia del lector, como voces sueltas reconstruyendo los espacios y el tiempo o buscando el final de la historia hasta regresar a una segunda lectura que bien podría continuar de nuevo en una tercera o mas. En este sentido son muchos más de ciento cuarenta pagina porque no es una novela sobre la historia de personajes -fantásticos y sólidamente formados-, sino de una revelación dramática para el lector: ¿qué son los niños? Y, como en los libros míticos, es una pregunta de infinitas respuestas.

La novela comienza con una profecía escuchada en una fuente difusa o irreal, posiblemente la señora que cuida los carros en el estacionamiento de un supermercado: “Le tengo al niño”. Laura, la mujer escogida por el destino para recibirlo, se confunde –se niega- en un discernimiento sin sentido ¿qué fue lo que escuchó? Y, a su vez, se prepara para recibirlo trabajando secretamente como empleada de servicio doméstico que ella misma sabe que no necesita, porque es adinerada y tiene una profesión propia como locutora. El niño irrumpe en su vida -como todo niño en toda mujer-, aparece una noche frente al edificio, lo mira desde su ventana –imagen del futuro-, lo sube hasta el apartamento, ella le habla, el solo se limita a decir “no podía entrar”; llama a la policía, a la oficina de bienestar, pero todos están de acuerdo en que esa llamada no tiene sentido, ella “es la del perdido”. Ella le pertenece al perdido como toda mamá le pertenece a su niño, quizás todos los niños que llegan al mundo son perdidos. Entonces Laura “se dijo que acababa de llegar a la segunda parte de su vida. A donde mi vida se cumple.” Pero a donde llega su vida es a donde ella no es, a un mundo de luces y sombras, de sentimientos desconocidos y oceánicos, de terrores sin nombre, de monólogos con las voces del niño. El niño le pide que mire por él, que le descifre el mundo y ella le crea la metáfora del mundo en una ballena. La incertidumbre se convierte en terror y va aumentando a medida que el niño se confirma en ella. Es decir, a medida en que nace en ella.

Wilfred Bion, utilizando la tesis freudiana sobre la identificación proyectiva de Melanie Klein, elaboró una tesis sobre el Bebé epistemológico y la Madre reflexiva que funciona mas o menos de la siguiente forma: “El bebé nace carente de las condiciones necesarias para digerir los datos sensoriales de sus experiencias emocionales, solo está dotado con la capacidad de evacuar los estados mentales penosos a través de la respiración y la expulsión de heces y orina. Su destino está en manos de una madre que, en principio, debe tener una capacidad para pensar por él y hacerle digestibles las experiencias emocionales indigestas. Ella, gracias a su propia función alfa, es capaz de transformar los estados mentales penosos e indigestos en representaciones mentales pictóricas de la experiencia emocional. Bion llamó a esta representaciones elementos alfa. El niño construye con estas representaciones, que en realidad son iguales a los pensamientos oníricos, el pensamientos inconscientes de la vigilia, la memoria y una barrera permeable o barrera de contacto entre consciente e inconsciente. Si la función alfa de la madre es defectuosa despoja de significado a las proyecciones del bebé, quien, a continuación, las reintroyecta como terrores sin nombre.” (Bernardo Alvares Lince, La interpretación psicoanalítica).

Siguiendo esta tesis en la novela, El niño que nace en el instante en que se conoce con Laura no tiene un aparato mental para digerir sus propias emociones, las introyecta en el espacio de la madre elegida, ella recibe estas emociones, las digiere llegando, incluso, a sentir estos mismos terrores, especialmente el miedo a morir, que en la novela se representa con el miedo a el ser cambiado, o ser robado y regresa al niño a un estado de ensoñación delirante. Laura siente el deseo de ser robada, “quiso que una mano invisible la tocara sin saber a quien tocara” “¿el robo señalaba una puerta a otro mundo como lo hacía la sala de belleza de Fidel? Una puerta aterradora, una puerta equivocada.”

Laura pierde de repente el nombre del niño, la palabra, el signo que lo contiene, queda solo la imagen mental que lo recuerda y lo identifica, el terror se vuelve irreversible. “No, no lo había llamado por su nombre, ni Elvis Fider ni Fidel, sino por su cara: le había mandado a la mente una y otra vez su propia cara.”

¿Dónde está la fuente del terror en toda la novela? En que Laura no regresa esas emociones ya digeridas al niño sino que se queda con ellas, las vive como propias, se introduce en la sala de belleza que todas la noches Fidel recorre en su sueños, abriendo más puertas a salones habitados por seres extraños. Intenta racionalizarlas, darles una explicación, se culpa por “haberle asignado a Fidel un nacimiento –una fecha de cumpleaños- al querer darle un futuro. Él había vuelto atrás para ver quién había esperado su llegada al mundo y, al no encontrar a nadie, había sido hallado por todos los extraños”, pero ella solo logra ser un fantasma más en el mundo de Fidel y usa el mundo de Fidel para encontrar su propios fantasmas. En una oportunidad “Laura vio que podía ser el momento de preguntarle a Fidel algo de su historia, algo sobre sus parientes o canciones, pero también vio que en realidad no quería saber nada de el que no fuera ella.”

El desenlace no puede ser mas sorprendente, como en las verdadera tragedias. Consulta a Maritza, una clarividente, descifradora de las suertes; va del destino al oráculo, en una aparente inversión del orden, para poder encontrar las explicaciones que su mismo principio de realidad y su aparato mental no pueden crear; el oráculo le responde: “El niño quiere hablar, desde que nació quiere hablar de lo que fuera, decir su nombre, decir mamá y lo que encontrará”. Su trance no es una locura, es una perfecta vigilia, “son furores”, los niños son furores. La ensoñación consiste en no despertar, la pesadilla en sonar que no se puede dormir.

Con esta novela los lectores encontramos una atmósfera sorprendente de surrealismo, de incertidumbre, de dramatismo o terror –este sí universal, no el doméstico de la muerte sin sentido-, que nos invita a descubrir la complejidad de las emociones en cada una de las palabras, cada palabra tiene una fuente emocional con un cielo ilimitado en la imaginación. Cada historia es una clave mas del mundo emocional. No contamos historias describimos el desarrollo de nuestro lenguaje, la formación de un aparato mental colectivo e individual. La infancia es el comienzo, el origen y por lo mismo lo más desconocido. No sorprende en este sentido que Los Niños alcance un nivel inédito en la narrativa colombiana, superando las trilladas historias del irrealismo y la miseria social.

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