Siete horas tarda un bus en cubrir el trayecto que separa Cartagena de Mompox. Buena parte de ese tiempo se va en la espera, usualmente de tres horas, del ferry para cruzar el río Magdalena. Nosotros, los periodistas que viajamos invitados al Festival de Jazz por Juan Carlos Gossaín, gobernador del Bolívar, cubrimos la distancia en avioneta en solo 25 minutos.
Al llegar nos montan en una camioneta de la Policía y, a primera vista, Santa Cruz de Mompox, con sus calles destapadas, los niños jugando sin camisa fútbol en la calle y la polvareda constante, parece un pueblo cualquiera de la costa. Me hospedan en una casa en la calle Santa Bárbara porque la ocupación hotelera no da para más invitados. Camino unos pasos hasta las albarradas, el malecón de un kilómetro bordeado por el Magdalena, e inmediatamente me transporto al siglo XVIII. Lo único que ha cambiado es el brazo del río que ahora luce seco y empozado. Es increíble pensar que hace tres inviernos el agua se desbordó y se llevó buena parte del malecón. Igual tres niños le sacan el quite al calor asfixiante nadando entre la negrura del río.
Es viernes en la tarde y la gente está afuera en la calle, escuchando canciones de Héctor Lavoe y desocupando botellas de cerveza y Old Parr. Al común de los momposinos nombres como el del pianista Óscar Acevedo o el del grupo polaco Pink Freud no les dicen nada. De la programación les llama la atención la presentación de Tito Nieves. Mientras los especialistas que han venido desde Bogotá se rascan la cabeza pensando qué hace el salsero boricua en un festival de jazz, la gente del pueblo se está preparando para bailar sus éxitos.
Son las siete de la noche y en la Plaza de la Concepción, desnaturalizada desde su última remodelación, se acomodan las sillas para ver el desfile de la última colección de Hernán Zajar. Antes de que las modelos salgan a la pasarela se presenta Eduardo Jasbon y su banda. El público, inadecuadamente encopetado y viejo para las circunstancias y el calor, no entiende muy bien los sonidos que le saca a la guitarra el músico cartagenero. Lo único que reivindica a Jasbon con ese público venido del interior del país es su versión de Momposina, entonces, ahí sí, más de una viejita se contonea como lo hacía cuando, cincuenta años atrás, bailaban las canciones de Los melódicos.
Iba a detallar las modelos de piernas largas de Hernán Zajar cuando una mancha, detrás de las vallas de seguridad, empezó a copar mi atención. El cinturón negro que no paraba de crecer detrás de las rejas era el pueblo de Mompox. Esa misma mancha nos acompañaría dos horas después, frente a la plaza de Santa Bárbara, a ver a la soprano (la verdad no sé qué hace una cantante de ópera en un festival de Jazz) Daniela Mass y a bailar las canciones de Tito Nieves. Si uno se alejaba de la zona de VIP, colmada de familiares y amigos del gobernador y de eminentes figuras de la capital como el representante artístico Jairo Martínez o la periodista María Jimena Duzán, uno podía escuchar las voces de inconformidad del pueblo. El año pasado, en la tercera edición, se pusieron unas gradas metálicas en donde el pueblo podía ver sin problemas la tarima y, obviamente sin mezclarse, podían sentirse parte del show. Ahora tenían que conformarse con ver sus propias nucas, con escuchar y bailar los acordes que se arrastraban desde el escenario. “En mejores fiestas hemos estado” dice una mujer que se gana la vida haciendo filigrana y que, por ser negra y momposina, esta noche no ha sido invitada al baile.
Mil quinientos millones de pesos se gasta la Gobernación de Bolívar para hacer un festival de jazz en un lugar tan exótico como Mompox. Buena parte de este dinero se va en el montaje, digno de un concierto de primer nivel, y en invitados tan distinguidos como Alfredo de la Fe y Andy Montañez, quienes cerrarán la fiesta. Al preguntarle a Gossaín por qué insiste en llamarle festival de Jazz, responde, con una inteligencia y fluidez inusuales en quienes ostentan su cargo, que la cuenca del Misisipi es la misma del Magdalena y en ese sentido Nueva Orleans y Mompox son hermanas. Al ver que músicos como Agustín ‘el Conde’ Martínez, los hermanos Rojas, José Barros o Juancho Esquivel, han salido de este poblado de 25.000 habitantes, a uno no le queda otro camino que asombrarse. El gobernador está convencido de que es más importante para Mompox afianzar su festival de jazz que contribuir presupuestalmente al municipio para pavimentar sus calles o darle vida al famélico brazo del Magdalena que todavía lo abraza.
El festival les ha abierto todavía más las puertas a los músicos de la región. Los convenios que se establecieron con la universidad estatal de Tenesee, en donde cada seis meses un joven momposino viaja a Estados Unidos a estudiar música, o viene una vez al año un profesor de esa universidad a impartir clase a las bandas locales, es un logro inobjetable en esta extravagante idea de poner a escuchar jazz a los pueblos aledaños al río Magdalena.
Sin mayores incumplimientos horarios, con el pueblo detrás de la barda y el Old Parr circulando, terminamos arremolinados escuchando al incombustible Andy Montañez, ya sin preocuparnos demasiado si habíamos asistido a un festival de jazz o de salsa, abrazados, felices y a la vez triste porque al otro día teníamos que irnos de Mompox a enfrentarnos con el monstruo de los autos eternamente detenidos, del frío constante, de la gente abstemia y de ceño fruncido.
El lunes y Bogotá se venía con todo contra nosotros.