Cuando se conocieron los primeros informes sobre la posible extradición de los integrantes de una banda de atracadores que asesinaron a un agente de la DEA, al norte de Bogotá, mi primera reacción ante esta posibilidad, fue preguntarme por qué la justicia colombiana no se encargaba de juzgarlos en Colombia.
Ante un hecho tan extremo propongo revisar otros que sin ser punibles, son faltas graves que afectan la convivencia ciudadana. Veamos algunos ejemplos cuando se reclama ante las distintas autoridades por los desafueros de algunos compatriotas, que parecieran vivir felices entre la anarquía y la incapacidad de quienes tienen facultades para corregir y poner orden.
El viacrucis comienza cuando un ciudadano del común hace sus reclamos ante un organismo competente, por la suma exagerada del consumo de servicios públicos, por la mala atención de los sistemas de salud, por el trauma en la renovación de la licencia de tránsito, cuando pide que le tapen los huecos de las calles del barrio, por la demora para que le expidan el RUT, por el abuso de las empresas prestadoras de telefonía celular y televisión por cable, por el mal servicio del alumbrado público, o por el ruido que hacen los vecinos y establecimientos cuando el viernes, los fines de semana y feriados prenden sus equipos de sonido y discotecas a todo volumen, generando ruidos ensordecedores que no dejan dormir y que sacan de quicio a cualquiera.
El diccionario define la anarquía como el desorden, confusión o barullo por ausencia o flaqueza de una autoridad y eso es lo que a menudo se observa en cualquier calle del país.
Basta con salir a conducir en las horas pico para sentir el caos y la indisciplina. Usar las direccionales del vehículo para indicar que girará o requiere cambiar de carril, es una provocación al carro de atrás para que acelere y no permita pasar; en la mayoría de las ocasiones es más efectivo bajar el vidrio de la ventana, sacar la mano, “aletear” como un ave, mirar fijamente al conductor del carro que debe ceder el paso hasta ganar su aprobación, a la que se debe agradecer con el pulgar de la mano hacia arriba.
Estar en la calle implica no dejarse atropellar por los conductores a quienes poco les importa llevarse por delante a quien sea, las volquetas y camiones dejan desperdicios de materiales y basuras en su transitar, hay que soportar las chimeneas de humo de los vehículos y el trancón ocasionado por buses y carros que paran sobre señales prohibitivas. Aquí los peatones son los que ceden el paso a los carros y no lo contrario.
Lo singular es que cuando un ciudadano de esta categoría, viaja a un país extranjero donde no hay tanta anarquía, sin rechistar obedece las señales de tránsito, hace el pare cuando el peatón pisa la cebra, no bota basuras y hasta las recicla, conduce sin exceso de velocidad, (nunca lo haría con más de dos copas en la cabeza), no hace ruido y respeta la autoridad, dando las gracias con asombrosa obediencia.
La falta de autoridad se aprecia en cualquier lugar donde se necesite reclamar. Un patético ejemplo lo representa el establecimiento, bar, discoteca, o el parroquiano que saca su “picó” con reggaetón o karaokea la calle; el afectado se debe quedar callado o unirse a la fiesta, porque nadie toma acción para poner orden. Quien reclama, padece ante las oficinas de medio ambiente, alcaldías, defensoría del pueblo, y gana finalmente el dueño del ruido, porque hay tantas leyes en este país, que los sistemas no responden a quienes se quejan de los atropellos. Vivimos en un país donde se expiden muchas leyes, pero es flaco en hacerlas cumplir y esa no fue la idea del “hombre de las leyes”: Francisco de Paula Santander. Él fue un gran inspirador del orden y no de la anarquía.
Una paradoja que nos caracteriza la confirma el Barómetro Global de Felicidad y Esperanza, que nos califica en el primer lugar del ranking de felicidad del mundo, por encima de países más prósperos; pero pareciera que esa felicidad se debe a que en este país la gente hace lo que a título personal cree que está bien, lo que más se acomoda a su racionalidad codiciosa, a su alegría pasajera y poco le importan los efectos que causan su “barahúnda” o mal comportamiento.
La laxitud de las normas y la ausencia de autoridad en la vida cotidiana de los colombianos se convierten en la vía que permite los desafueros, atropellos y la misma intolerancia; quizás por eso, la posición que ocupamos como el país más feliz del mundo puede ser un puesto efímero, producto de la falta de controles, la indisciplina, el desorden, la ausencia de conciencia ciudadana y de urbanidad, por los condicionamientos del todo vale, todo se puede hacer, porque como nadie dice nada, nadie controla, nadie sanciona..., entonces: ¡que siga la fiesta!. Somos muy felices, pues siempre en cualquier lugar encontraremos trago, rumba y jolgorio. Somos una rumba y un chiste para todo.
¿Será por eso que cualquier delincuente a quien se le nombra la palabra extradición comienza a pedir perdón en público y hace tamaña pataleta? Aún están fijas en mi mente las angustias de las esposas de los atracadores que asesinaron al oficial de la DEA, y entiendo con mayor claridad por qué lloran los delincuentes...