Para bien o para mal, el tema de la educación esta de moda. El discurso dominante en torno a la política educativa indica que el país ya superó el reto de cobertura y que, por tanto, ahora se centra en la calidad. El problema es que la tal calidad es un concepto difuso y sobre el cual poco se han puesto de acuerdo los expertos. Hasta el momento ha prevalecido el concepto económico –la educación como generadora de capital humano- que se alinea con mediciones como las pruebas estandarizadas (ej. Saber 11, PISA), ideales –para algunos- por su objetividad y su trazabilidad en el tiempo para monitorear avances e informar decisiones de política pública.
Hace algunas semanas este medio público una columna donde se cuestionaba, precisamente, la idoneidad de este tipo de indicadores –en particular las pruebas PISA que la OCDE contrata con editoriales como Pearson- no solo por sus limitaciones conceptuales en cuanto al qué se está midiendo, sino también frente a los intereses que se pueden esconder detrás de las publicaciones periódicos de rankings internacionales de “calidad” educativa; “[s]egún el académico canadiense Donald Gutstein, Pearson utiliza PISA como cabeza de puente para manejar los hilos de la educación mundial (…)[y] para comercializar sus productos y servicios”. Esto no deja de ser interesante en un país que adoptada estos estándares como medición dominante de calidad (ver).
Aunque muchos de estos aspectos pueden caer como un baldado de agua fría para la educación en Colombia, celebro que se haga este debate. Mi posición es que los indicadores de este tipo son importantes como punto de referencia y, claro, como insumo de política, pero enaltecer su papel como la prueba ácida de la calidad educativa es simplista y poco científico. Este es el tema central de mi trabajo publicado en el GIST Education and Learning Research Journal, y que va en línea con otras publicaciones académicas, incluyendo trabajos publicados en el Journal of Education Policy, el Journal of Educational Change y la Revista Colombiana de Educación. Dedicaré el resto de esta entrada para exponer algunos argumentos que presento en busca de generar un verdadero diálogo en entorno a nuestras necesidades educativas. Mi caballo de batalla: la defensa del conocimiento científico.
A lo largo del texto cito diferentes autores –entre ellos Mario Bunge- para resumir en que consiste el que hacer del hombre y la mujer de ciencia. En breve, los científicos buscan ‘descubrir, detectar, relevar (…) algo que no puede ser observado sin hacer un gran esfuerzo’. Un ejemplo común es el caso del agua y sus componentes, y la forma en como la simple degustación del líquido no hace posible identificar su compuesto químico. De igual forma, no se podría decir que el agua es una sumatoria de hidrogeno y oxígeno, pues los segundos cuentan con propiedades (inflamabilidad, combustión) que podrían –contrario al agua- alimentar un fuego. Si queremos descubrir de que está hecho el H2O debemos, por ende, aplicar metodologías de investigación que combinen la abstracción y la creatividad con la observación y la verificación. Ello en contravía al crudo empirismo y su pretensión de develar explicaciones causales por medio de la exploración de correlaciones entre indicadores cuantificables.
Lo anterior es relevante, en tanto permea prácticas investigativas que fundamentan nuestros diagnósticos y prescripciones en materia educativa. Me refiero a trabajos como la Misión de Movilidad Social y Equidad y el resonado informe Compartir, cuyo análisis se centra en la depuración cuantitativa de factores asociados a resultados de exámenes estandarizados (incluyendo Saber 11 y PISA). Si bien es justo reconocer como –y en particular en el segundo informe- los autores advierten sus limitaciones estadísticas para identificar relaciones causa-efecto, ello no evita la aparición de afirmaciones con tinte causal como: ‘[l]os resultados obtenidos demuestran la importancia de los maestros en el desempeño de los estudiantes, por encima de otras dimensiones’. Es decir, priman metodologías que (volviendo al párrafo anterior) sobre-estiman el poder explicativo del trabajo empírico y conceptúan sobre una visión lineal del logro escolar (ej. calidad docente + infraestructura + liderazgo…).
Lo anterior no solo tiene, por tanto, consecuencias sobre la efectividad esperada de algunas políticas, sino que además exalta una gran paradoja: la exclusión de educadores profesionales en la elaboración de diagnósticos educativos. De hecho, ninguno de los informes citados incluye una participación activa de docentes ni profesionales de la educación –pero si de economistas e investigadores expertos en análisis cuantitativo-, salvo, quizás, en algunos ejercicios cualitativos secundarios. Ello en medio de argumentos que apelan la búsqueda de objetividad y de representatividad estadística, fácilmente refutables si se alude al hecho que lo empírico puede no ser transparente –como los intereses económicos de PISA- o que extrapolar una observación no equivale a extrapolar una explicación. El problema es que, bajo ese escudo, se desconocen miles de historias y experiencias, que más que ser simples anécdotas, se convierten en una puerta de entrada a las complejidades económicas, sociales, políticas y culturales de la educación en Colombia –fuentes que, desde luego, deben cotejarse con otra evidencia.
En la última sección del texto defiendo, por ende, la necesidad de un verdadero trabajo interdisciplinario para informar la política educativa. Y por ello no me refiero a la práctica recurrente de usar herramientas de corte cualitativo para verificar resultados estadísticos, sino a un esfuerzo mancomunado que reconozca dos principios básicos: i) la percepción (ej. el análisis de indicadores, anécdotas) es solo la primera etapa del proceso de descubrimiento científico y, por tanto, ii) descubrir implica investigar de la mano de los actores inmersos en un fenómeno social (ej. la política educativa) –algunos referentes de la literatura para los interesados son este, este, este–. En términos concretos, un buen diagnóstico educativo depende no solo de la robustez técnica de las herramientas utilizadas –que en sí, es un criterio relevante para explorar aspectos empíricos de la realidad-, sino de reconocer el papel y los límites de cada disciplina dentro de un proceso de descubrimiento científico.