Como persona alegre e inteligente que era detestaba a los mamertos. Por eso celebró con una rumba su expulsión definitiva del Partido Comunista y con los libertarios que le secundaban sus locuras decidió formar rancho aparte y empezar a anunciar en el periódico, como si de un purgante se tratase, el lanzamiento del M-19, el movimiento guerrillero que se había inventado.
Su aparición en la vida pública no pudo ser más espectacular: robar la espada de Bolívar. En la aburrida Colombia de los años setenta, Bateman era una bocanada de aire fresco para los medios de comunicación que gozaban con sus salidas. Enrique Santos lo conoció cuando estaba al frente de Alternativa y fue inevitable, como solía suceder con todos aquellos que lo conocían, enamorarse de él. Lo mismo le sucedió a Julio Sánchez Cristo cuando le hizo cámara a Juan Guillermo Ríos en una entrevista cerca a Panamá en donde Jaime exigía de nuevo un diálogo que llevara a Colombia a la paz verdadera, a la de la justicia social.
El flaco era alto, dicharachero y cojo. Su pierna izquierda fue atropellada por un carro cuando era un niño. Nunca sanó completamente. Le dolía y a veces de la herida le salía pus. Jaime nunca se quejaba aunque a veces la fiebre lo tumbara en una cama en donde soñaba con serpientes pero después del sudor venía la tranquilidad y él volvía a ser el mismo y entonces todo volvía a iluminarse y él decía que iba a hacer la revolución para que desapareciera la burocracia y la infelicidad. Ideológicamente estaba más cerca de Fidel que de Torrijos, aunque fue más amigo de este último simple y llanamente porque tenían la misma personalidad. Para Bateman la revolución no era más que una fiesta en donde los ricos tendrían que acostumbrarse a dar un poco de lo que tenían a los que más lo necesitaban, pero hasta ellos estarían invitados al baile.
Qué lejos está la imagen del comandante del M-19 de los oscuros y aburridos marxistas que están sentados en La Habana. A Jaime el país lo amaba, lo gozaba. No importa si aparecía en camuflado o su nombre se asociara a operaciones militares como la toma a la embajada de República Dominicana, al robo de armas del Cantón Norte, a secuestros y hasta ajusticiamientos, su lenguaje claro, directo, le hacía entender al país que estas acciones, por más horribles que fueran, eran necesarias si se buscaba la equidad. No era Tirofijo, Timochenko o el Mono Jojoy. Era un Caribe dispuesto a jugarse el pellejo hasta el final no por sus propios ideales, sino por una misión que la historia le había encomendado: la de liberar un continente.
A Gadafi, quien lo conoció días antes de su muerte, le impactó el brillo que el flaco tenía en sus ojos. “Así debió ser Bolívar”, cuentan que le dijo a sus asesores.
Murió a los 43 años en un accidente aéreo. Mucho se ha especulado sobre las condiciones de esa avioneta pero nada se pudo comprobar. A sus Sanchos, Toledo Plata y Pizarro, las fuerzas oscuras los sacaron del camino. La opinión pública ahora condena a todo aquel que se haga llamar guerrillero. La verdad sea dicha el Estado ha cumplido bien su trabajo: mató a los mejores hombres que tuvo la izquierda. Lo que queda en La Habana tan solo es el bagazo, mamertos grises de discurso anacrónico que nadie quiere oír.
En cambio El flaco… él sí era diferente, él sí que enamoraba.
Publicada originalmente: 17 sep. 2015