El guachimán obeso de la cuadra tiene celular, el portero que te abre la puerta y te dice con desánimo alargando la e con un bostezo “bueeeenas”, tiene celular; la empleada de servicio que te recoge los calzoncillos sucios, tiene celular; tu mamá, tu papá, y hasta tu primito de cuatro años, todos tienen celular y probablemente todos tienen una cámara incluida. A finales del 2011 se estimaban unas seis billones de suscripciones a telefonía móvil, sin contar los que no están suscritos, y ya para 2014 se estiman que va a haber más celulares que gente rondando por las calles. Alarmantes cifras que hace menos de quince años ni se lograban concebir. Probablemente por cada celular hay una cámara aunque se estime que en el mundo haya más de 2,5 billones de cámaras fotográficas digitales. Así que podríamos afirmar que cada ser humano tiene en su poder la capacidad de detener el tiempo.
Sí, detener el tiempo. Esa es para mí la función más bonita de la fotografía. Con solo mover tu dedo logras capturar un momento que si no fuera por ese maravilloso invento, se haría cada vez más tenue. Incluso tus recuerdos, todos los que vas almacenando, probablemente los tengas en este momento gracias a la cámara. Quién puede negar que no le ha pasado. Recuerdas con lujos y detalles el vestido que llevaba puesto tu abuela en tus quince o los zapatos que se puso tu papá cuando te llevó a pescar por primera vez. No, no es porque tengas una memoria eidética o fotográfica, es porque estuviste ojeando el álbum que empolvado permanece en la repisa de tu casa. Nadie puede decir lo que le pasó antes de los cinco años pero probablemente, en una mezcla entre fotografía y realidad, te acuerdes quién fue a tu cumpleaños número tres o de qué sabor era la torta, si las velitas se apagaron con un solo soplo o eran de las que te devuelven años y no se apagan fácilmente. Nunca lo sabremos, nuestra memoria está ya confundida entre los recuerdos reales y los asistidos por algún medio visual que registre el evento. Somos máquinas seleccionadoras de recuerdos. Puede que lastimosamente recordemos más y mejor al perro de tu abuela que a tu abuela misma o las palabras que te dijo en su lecho de muerte. No tenemos control sobre eso. Entonces, si aprendemos a controlar nuestros obturadores, para cuando tengamos ochenta muy probablemente tendremos un time lapse bastante fiel de nuestras vidas.
Sin embargo, ya se está haciendo cada vez más abusiva esta grandiosa capacidad que tenemos. Un dato me alarmó cuando me topé con él: cada día se toman más fotos que las que se tomaron en los primeros cien años de inventada la cámara. Absurdo. Ya las redes sociales y el increíble afán de documentar y compartir cada segundo de tu vida, han hecho que la fotografía sea dada por sentada y sea cada vez menos importante. Aquellos que afortunadamente logramos crecer con una cámara análoga cerca, de pronto apreciamos más el mágico proceso y el significado de una foto. Cuando existían las cámaras de rollo solamente, el fotógrafo tenía en sus manos la capacidad de poner a todos ansiosos, de mantener el misterio durante lo que se demorara el revelado y así hacer que la fotografía adquiriera un valor enorme y mucho más sorprendente que el que ahora tiene. Claro, se necesitaba cierto nivel de práctica y conocimiento para sacar una foto bien, no diego buena sino bien, ni sobreexpuesta, ni subexpuesta. Se aprendía del diafragma, del obturador, la distancia focal, el ISO o ASA, etc.Ahora el gran problema de las fotos es: “Salí con los ojos cerrados, bórrala”, “Uyy se me ve un gordito, bórrala” porque lo demás es automático, la cámara hace todo y el que la sostiene solo apunta y dispara. La inmediatez ha matado al fotógrafo.
Cada vez hay más de esos personajes que creen sabérselas todas y se autoproclaman fotógrafos cuando a duras penas sostienen correctamente una cámara y que porque le toman la foto a un atardecer o al pasto con rocío ya son profesionales; que porque le ponen un efecto o un filtro en Instagram ya son editores. Quizá digan eso de mí también, que porque tengo una buena cámara entonces ya me creo fotógrafo. Y no, una buena cámara no te hace un fotógrafo, un título de una universidad no te hace un fotógrafo. La fotografía se respira, se transpira, se vuelve casi que una adicción cuando le dedicas tu vida, es una profesión que no da treguas y te absorbe por completo cuando te enamoras de ella. Con práctica y dedicación, constancia y trabajo —como todo en la vida—todos podemos sobrepasar la barrera del que apunta y dispara y empezar a tomar fotos que cuenten una historia, que resuman una vivencia en una sola imagen, que le devuelvan a la fotografía el carácter mágico que una vez tuvo y que tanto se ha perdido.