Chambón: adj. coloq. Poco hábil en cualquier arte o facultad.
(Diccionario RAE)
La imposibilidad de explicar la aparente perfección del ser humano es uno de los argumentos preferidos de los creyentes para justificar sus convicciones.
La observación suele ser esta: ¡Mirad la perfección del hombre, la inexplicable complejidad de su organismo, los miles de enmarañados procesos que ocurren en su interior!
La afirmación que le sigue, maquillada de pregunta, suele ser la siguiente: ¿Cómo negar la existencia de dios ante esta maravilla?
Y la respuesta que se me ocurre es: ¡Fácil! ¡Estudiando ese cuerpo humano!
Obviando el hecho de que la afirmación sobre la imposibilidad de explicar la complejidad del cuerpo suele ir aparejada con una negación a profundizar en las explicaciones que ha ya dado la ciencia a esas complejidades, lo que resulta claro para cualquier observador mínimamente atento es que el cuerpo de los hombres es cualquier cosa menos perfecto.
Condiciones como el Síndrome de Turner, la Enfermedad de Patau, el Síndrome de Edwards, la Neuropatía óptica de Leber, el Síndrome de Leigh y el Síndrome de Cri-du-chat, entre cientos de patologías de origen genético, son el resultado de un error en el momento de la división celular o de una mutación al interior de los genes producida al azar.
El apéndice, las muelas del juicio o las costillas cervicales son apenas algunos ejemplos de remanentes evolutivos sin ninguna función pero que, de hecho, suelen acarrear importantes molestias e incluso enfermedades mortales.
Condiciones como las várices de miembros inferiores o las hernias lumbares son exclusivas del ser humano y aparecieron por la sencilla razón de que el hombre es un mono que se puso de pie antes de que su cuerpo lograra adaptarse al bipedalismo de un modo eficiente.
Los camellos pueden soportar semanas sin beber, el hombre apenas unos pocos días.
La ballena azul puede aguantar sin respirar hasta cuarenta minutos, mientras un ser humano solo tres.
Un oso polar soporta por semanas temperaturas sostenidas cercanas a los setenta grados bajo cero, mientras que un ser humano, sin abrigo, solo tolera temperaturas prolongadas de unos siete grados.
El águila real puede distinguir a su presa a tres kilómetros de distancia, unas cinco veces más que el hombre.
Si consideramos el cuerpo humano como el resultado final de un proceso de evolución lento, progresivo y sometido a las reglas de la selección natural, no podemos dejar de sorprendernos, pese a sus evidentes defectos, ante la majestuosa complejidad que ha alcanzado y ante su refinada funcionalidad.
Pero si pensamos que el cuerpo del hombre es la gran obra maestra de un ser todopoderoso que tuvo la posibilidad de hacernos tan perfectos como hubiese deseado, no podemos más que concluir que ese creador es, en el mejor de los casos, un artesano bastante torpe y francamente desinteresado por la calidad del producto final.
Que habiéndonos podido dotar con la visión del halcón, con la agilidad de los orangutanes o con la longevidad de los elefantes nos haya dado el modesto ojo, la evidente vulnerabilidad y la vida reducida que nos tocó, no habla muy bien de un hipotético creador capaz de todo.
No puedo demostrar la inexistencia de dios, entre otras cosas porque no es a mí a quien corresponde hacerlo (son quienes afirman su existencia los que deben sustentarla), pero sí puedo inferir por mera observación que, en caso de existir, su chambonería es, esa sí, de proporciones celestiales.