El uso ‘ordinario’ de las palabras
Opinión

El uso ‘ordinario’ de las palabras

Por:
agosto 15, 2013
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La palabra, ese ingenioso instrumento para alcanzar la comunicación, el entendimiento entre humanos o, para establecer vínculos de creación colectiva que llevan al desarrollo de la civilidad o, de la cultura. La palabra, un sonido convertido en contenido que permite diferenciar al hombre, a la humana condición, del bruto. La palabra, una mítica forma que ha inducido al diálogo, a la charla, al diagnóstico, a la exposición de los contrarios. La palabra, la redención de los sentimientos, el atrapamiento de los gustos, la explicación de los deseos. Eso, y mucho más, es la palabra.

Si se utiliza para concatenar hechos, sucesos y devenires, la palabra es la historia viva, en tradición o, en textos; si de tradición se trata y, por supuesto, se hace con contenidos de adelanto de una sociedad, la palabra hace cultura, ya sea en manifestación del pensar o, en forma musical, lo que se denomina folklor: se transmuta en canción. Así también, se hace fórmula que mide y verbaliza los olores, los sabores que, de cuando en cuando se convierten en recuerdos; ¿no han, acaso, rememorado momentos de la vida, en los recuerdos de olores y sabores, que han sido convertidos en imagen entendible solo a través de la palabra?

La palabra, se encuentra entre lo profano, lo mítico y lo sublime. Y, por ello su uso está reservado al placer, al color, a la construcción. La palabra es por todo un puente o un faro de iluminación. Las hay sinónimas, antónimas, polisémicas, homófonas o, si se quiere, cortas, delgadas, sonoras, suaves, alargadas, provocadoras, multiformes, creativas, creadoras, ruidosas, enigmáticas y, hasta onomatopéyicas. Todas son un riquísimo aluvión, una inagotable cascada, un fluir de lava de volcán. Y, así, en veces, son de larga dimensión, una producción de inenarrable longitud: uffff, agota el ánimo y el entendimiento; en otras, son de corto aliento pero profundo contenido.

Pero además, la palabra es un juego de poder, una expresión que va y que viene, con una dinámica del todo genial. Y, óigase bien, si se le agrega el poder como tal, ahora sí se observa y encuentra la real verdad sobre la palabra: es el núcleo de la relación social y, el vehículo del poder. Los contrarios se encuentran, los adversarios llegan a avenencias; los querellantes solucionan su litigio: Lyotard, en la cuestión de lenguaje, léase, palabra, afirmaba: “La diferencia (en el sentido  que damos aquí al término) es el estado inestable y el instante del  lenguaje en que algo que debe poderse  expresar  en proposiciones no puede serlo todavía. (…) Lo que corrientemente se llama  el sentimiento señala ese estado: “Uno  no encuentra  las palabras  adecuadas”, etc. Hay  que buscar  mucho  para encontrar  las nuevas  reglas  de formación  y de eslabonamiento  de proposiciones capaces  de expresar la diferencia revelada por el sentimiento (…). El objetivo  de una literatura, de una filosofía  y tal vez de una política  sería señalar diferencias  y encontrarles idiomas”[1]; ese eslabonamiento, el tal programa de buscar la diferencia, no es otra función que el del acontecer frente, en esta altura de la reflexión, a la acción pública y, desde luego, en el acontecer político.

Miren ustedes, la discusión del planteamiento hacia una posibilidad de gestión de gobierno, se inicia con el programa para su designación, nombramiento o elección; por una entrelazada formulación de fórmulas, palabras concatenadas hacia la explicación de un programa que se ha de realizar; muy bien, el hecho histórico que comporta una elección o designación, cuando la democracia se marca por la atención del público a las palabras convertido en votos, ofrece un ganador de tales propuestas. Allí estamos ahora en una gestión pública (ello se observa en la función ejecutiva y legislativa, como poder en ejercicio y partido de gobierno, respectivamente), políticas públicas en desarrollo; la ejecución a lo debatido y explicado, es el único camino; no obstante, se ha de ahondar en su bondad y, así, la defensa de la gestión pública que organizada como partido en ascenso al poder o en ejercicio del mismo, requiere de la comunicación, del debate sobre lo realizado y, por supuesto, de los metas alcanzadas, distorsionadas o negadas. Todo es un discurso, un discurrir de palabras. Así es el juego en una democracia: ideas versus ideas, planteamientos, es decir, palabras. Y así ha de ser ahora, en mayor medida en época de las autopistas de información ya que se debe acabar con el poder invisible, es decir, aquel que no es controlable, aquel que no responde a lo afirmado en la palabra; según Bobbio el punto se encuentra en que: “(…) estamos en una época en la que los instrumentos técnicos de los que puede disponer quien tiene el poder, para conocer con precisión todo lo que hacen los  ciudadanos, ha aumentado enormemente, de hecho es prácticamente ilimitado. (…) hoy (…) con la siguiente interrogante: “¿quién controla a los controladores?” si no  se logra  encontrar una respuesta adecuada a esta pregunta, la democracia, como advenimiento  del gobierno visible,  está perdida.”[2]; sin duda, la respuesta se encuentra en el control que, desde la palabra y por la palabra se realiza. Esa es la democracia.

La teoría así expresada no parece tener mayor dificultad, solo que, la palabra por fuera del contexto examinado y, en contra de la democracia se ha dado por sobrevenir y, de qué manera. La palabra sesgada, incendiaria, discriminatoria, destructiva, despiadada y, por qué no decirlo, la palabra que lleva a la sangre, a la guerra. Bien lo sentenciaba Núñez en el discurso a los constituyentes que dieron por la producción de la Constitución de 1886, refiriéndose obviamente a la ‘imprenta’, pero con todo es aplicable y bien que bien a la vida actual: “La imprenta debe, por lo mismo, ser antorcha y no tea, cordial y no tósigo; debe ser mensajera de verdad, y no de error ni calumnia; porque la herida que se hace a la honra y al sosiego es con frecuencia la más grave de todas. Las sociedades que organizan las facciones sin escrúpulos, para intimidar por la audacia y el escándalo al mayor número, que siempre se compone de ciudadanos pacíficos, no ejercen derechos legítimos, sino que por el contrario, vulneran el de los demás”[3]; palabras, observen, hoy aplicables como mecanismo de gestión pública, de contienda hacia lo público.

¿Cuántas veces encontramos a Agentes del Estado lanzado palabras que mancillan, destruyen, discriminan, vejan? ¿Es un instrumento de gobierno el destruir al contrario? ¿Es política de Estado el abusar de la palabra para discriminar? La palabra de guerra, de sangre se ha impuesto. Los Agentes del Estado o quienes van hacia el poder, se han tomado la arrogancia de arrebatarlas, hacerlas de su propiedad: lanzan al contrario al fuego de las enfermedades mentales o al punto de ser considerado de gran riesgo social o enfermo terminal (les parece un gracejo); simulan, en pocas palabras, convertir en descalificación lo que para algunos sería punto para reflexionar en los derechos, como es el caso de las minorías, léase salir del closet, para indicar que una postura se debe manifestar de frente (no encuentran otra manera para comunicar ‘su’ otra opinión). Y, como son los dueños del poder, supuestamente, aspiran a que el mensaje quede claro para unos y para otros. ¿Y el debate de ideas y, el de las palabras que construyen? Ha desaparecido.

El ‘uso ordinario de las palabras’, se ha convertido en el abuso de la posición y del mandato. Se ha dejado de lado la acepción ordinaria de lo ordinario, es decir, ‘(Del lat. ordinarĭus).1.adj. Común, regular y que sucede habitualmente. (…)de ~.1.loc. adv. Común y regularmente, con frecuencia, muchas veces.’[4]; y, se ha pasado a otra, que si bien se utiliza, es menos ejemplarizante, como ‘(…) 2.adj.plebeyo (‖ que no es noble).3.adj. Bajo, basto, vulgar y de poca estimación. U. t. c. s.’

Volver al uso ordinario de las palabras, constructivas y controladas; dejar para otros el abuso de las palabras, destructivas, discriminatorias. Lo primero es el acto propio de la democracia, lo segundo (….): usted decide.

 

 


[1] Jean-François LYOTARD. La Diferencia. Gedisa, Barcelona 1991. Pág.  25 y 26.

[2] Norberto BOBBIO. El Futuro de la Democracia. Segunda Reimpresión  2000 Pág. 38.

[3] Discurso del Presidente Rafael Núñez, al Consejo  de Delegatarios (1885). Archivo General de la Nación.

www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/docpais/discurso.doc

[4] Real Academia Española © Todos los derechos reservados. http://lema.rae.es/drae/?val=ordinario

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