El año pasado en la Universidad Javeriana hicimos un estudio para tener una idea de dónde se localizan los homicidios en la ciudad de Cali. Al hacer el ejercicio de ubicar geográficamente estos delitos, hicimos algunos descubrimientos que nos llamaron poderosamente la atención: en el primer semestre de 2013 la capital del Valle tuvo el mayor incremento en el número de homicidios en los últimos 15 años (16%), con 939 muertes violentas. Ubicamos los 939 asesinatos en el mapa y el resultado fue desalentador: el 95% se cometieron en las comunas 6, 13, 14 y 15, que además presentan el mayor indicador de pobreza en la ciudad. Luego de hacer este análisis, cruzamos las estadísticas de años de escolaridad promedio de la población con los asesinatos por comuna y hallamos algo más interesante y desesperanzador: en estas comunas la población cuenta con dos años y medio menos de educación en promedio.
Se va configurando entonces la idea que en Cali la probabilidad de morir violentamente se incrementa cuando se vive en una comuna predominantemente pobre y cuando las posibilidades de acceso a la educación son inferiores. De acuerdo a las cifras de homicidios de la ciudad, los móviles de este delito han cambiado: se han reducido las actividades asociadas a las grandes mafias del narcotráfico y han aumentado las riñas y el pandillismo; este último ha pasado a ocupar un espacio importante en el escenario del crimen en Cali en la medida en que las pandillas juveniles operan como una especie de outsourcing de las mafias y terminan siendo una fuente de empleo para jóvenes sin acceso a la educación y al trabajo, que constituyen, evidentemente, una mano de obra barata.
La pobreza y la desigualdad no generan por sí mismas la violencia, pero son terreno fértil para las economías subterráneas y la delincuencia, toda vez que estos flagelos suelen ocurrir en presencia de un estado débil e incapaz de hacer una provisión apropiada de bienes públicos. Y esta violencia termina siendo un elemento que refuerza la pobreza y se convierte en una trampa que anula los esfuerzos de ciertos grupos sociales para superar su condición vulnerable. Ahora no solo la pobreza y la desigualdad limitan la capacidad de los individuos de desarrollar sus habilidades sino que los expone a riesgos para su vida. Una familia pobre que pierde a un miembro de su familia es casi seguro que se empobrecerá aún más y alargará su situación en el tiempo. Piénselo de esta manera: un joven que deja de estudiar e ingresa a una pandilla y es asesinado implica un talento más que se echa a perder y que compromete el futuro de la familia. Si el Estado hubiese actuado a tiempo, este joven no habría tenido que salir del sistema educativo y eso marcaría una diferencia notable.
La discusión que se plantea es bastante amplia, pero parte de la siguiente premisa: la lucha contra la extrema pobreza, la pobreza y la desigualdad deben ser asuntos prioritarios en la agenda pública de los estados en sus diferentes niveles; el diseño de una estrategia que permita orientar recursos públicos hacia las necesidades más apremiantes de la población y satisfacer sus requerimientos es una apuesta de largo plazo que puede transformar profundamente a la sociedad, en la medida en que reduce las pérdidas de capital humano y, dado el panorama enunciado anteriormente, preserva vidas.
En Cali la pobreza aumenta el riesgo de morir a causa de la violencia. Y aunque son pocas las manifestaciones de indignación, va siendo hora de reconocer que padecemos una urgencia manifiesta: no resistimos más muertes violentas. El precio de tener menos no puede seguir siendo la vida misma, en algunos casos. Que la lucha contra la pobreza y la desigualdad emerjan como prioridades no solo es un asunto ético y moral: puede ser un salvavidas inmenso para muchos jóvenes a la deriva.
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