En Cúcuta dicen que desde el viernes los atracos y asesinatos han bajado un cuarenta por ciento. Antes de que paramilitares colombianos entraran a Ureña e hirieran a tres guardias bolivarianos, Cúcuta estaba tomado por delincuentes venezolanos. En la ciudad fronteriza comparaban esta horda de sicarios con la que vino en 1875, pocos días después que un terremoto destruyera el valle.
Desde que Venezuela giró al socialismo, el ancestral odio del colombiano hacia el vecino país se ha exacerbado. En los infaustos días de Uribe había paisas que, con la boca llena de babas, soñaban con ver a Caracas convertido en un inmenso lago. Como nadie, el senador supo explotar, en sus ocho años de reinado, el lado más xenófobo, masoquista y miserable de los colombianos. Por eso Chávez fue su reflejo al otro lado del espejo. Entre los dos hacían cortinas de humo para justificar sus excesos con el poder.
Bajo el sol calcinante del mediodía cucuteño, Juan Fernando Cristo y María Ángela Holguín intentan bajarse de las camionetas que los han llevado hasta el puente internacional Simón Bolívar. No se pueden bajar: los abucheos y los vivas a Uribe se los impiden. El gobierno de Santos, a pesar de haber desplazado esta semana a más de tres mil indígenas en Corinto, ha resultado demasiado racional, dialoguero y cobarde a los millones de uribistas que, con la sangre en el ojo, esperan ver como llueven las bombas sobre Petare.
Uribe, como lo hizo hace unos meses con la muerte de once soldados en Buenos Aires, con la misma alegría con la que fue a hacer política pocas horas después de la avalancha de Salgar, viajó a Cúcuta, no sólo a hacerle mercado a un puñado de deportados, sino a echarle un barril de sangre a los tiburones. Los fronterizos, primeras bajas de una confrontación, maldecían que en ese momento mandara un cobarde como Santos y no estuviera Uribe o el Presidente como todavía le dicen.
Si El Presidente estuviera de presidente los tanques se tomarían el Táchira, dinamitarían Carabobo y harían nuestros los trescientos mil millones de barriles de petróleo que guarda el Lago de Maracaibo. Los chavistas serían nuestros lacayos, dispuestos a ser torturados por el ejército, por la policía, dándoles el mismo trato que históricamente se les ha dado a los comunistas más radicales en este país.
El uribismo es una droga que ciega y vuelve bruta a quienes la consumen. Si no circulara por sus venas ese veneno, podrían ver el horror que trae la guerra. Aunque a veces, cuando escucho a mis amigos hablar, me doy cuenta que no es que los embrutezca sino que los pervierte, los convierte en asesinos, tiburones sedientos de sangre. Cierran los ojos, inhalan profundo, y pueden oler el afrodisiaco olor del napalm. Se imaginan subidos en un Black Hawk, disparando un M-16 sobre una multitud de venecos, de malditos y desgraciados venecos.
Los más de mil desplazados no le duelen a los uribistas, al contrario, les alegra ver las fotos cargando sobre la espaldad sus neveras, sus puertas, sus gallinas siendo arrastradas por el río Táchira.