Nuestra moneda se ha devaluado en un 37 % durante el último año. A simple vista, es muy fácil explicar esta coyuntura: la relación inversa entre el precio del barril de petróleo (el cual seguirá bajando gracias al acuerdo con Irán) y el tipo de cambio, la escasez de divisas ligada a la disminución de inversión extranjera directa durante el último año (nuestro incierto panorama tributario coadyuva en esto) y la recuperación económica de los Estados Unidos, aunada a la expectativa de alza en las tasas de interés de la Reserva Federal.
A diario, periodistas, analistas y académicos nos recuerdan lo aciago que resulta este panorama para la economía nacional. Y sí que lo es: mayor deuda externa (3 billones de pesos más en intereses), un hueco fiscal equivalente al 3 % del PIB, desaceleración de la economía, contracción de la balanza comercial (sendas reducciones de exportaciones e importaciones del 31 y el 10 %) y mayores expectativas de inflación gracias a los aumentos en los precios de alimentos básicos, servicios, insumos para la producción, etc.
Por su parte, el Gobierno responde que la situación es tolerable mientras se trate con una supuesta “austeridad inteligente” y logremos acoplarnos a ella. Es más, nos intentan convencer de que este es el mejor panorama para la economía: sus cábalas indican que una moneda devaluada nos hace más atractivos, pues nuestros precios relativos frente a otros países serán menores y, por lo tanto, nos comprarán más. Y si bien el turismo y algunas exportaciones se ven favorecidas (banano, flores y café aumentaron en un 24,5 %), el gobierno ignora osadamente que la competencia turística que tenemos alrededor, las devaluaciones que también han sufrido nuestros vecinos y la excesiva dependencia frente a insumos y bienes de capital importados (ahora más caros), la cual golpea fuertemente la estructura de costos de la producción nacional, opacan las quiméricas bondades de la megadevaluación. Además, si devaluar la moneda fuera la panacea, países como Argentina, Venezuela o Zimbabwe serían potencias mundiales. Que no nos vengan con cuentos.
Es curioso cómo las posiciones frente a los fenómenos económicos son tan maleables. Los que hoy se quejan de una moneda devaluada son los mismos que hace un tiempo prendían las alarmas por la revaluación del peso. Es más, nos vendían la devaluación como una coyuntura deseable. De igual manera, los que hoy tienen un optimismo quimérico frente a la devaluación, son los mismos a los que no les molestaba una moneda devaluada en tiempos de vacas gordas e inmensas rentas petroleras y de commodities. Sin embargo, en la balanza de la discusión, gana siempre la posición negativa. Malo a 1.800, malo a 3.000. Sin embargo, estancarse en el análisis del precio de la divisa es ignorar todos los factores (más allá de la coyuntura internacional) que nos llevan a sufrir estos cambios extremos. Factores relacionados con nuestra historia económica.
Mi propuesta es evaluar el problema de fondo. La solución no es, como muchos vociferan de manera ignara, intervenir el tipo de cambio. Esa, además de ser una medida al mejor estilo chavista, no es más que un subsidio a la improductividad del país. Que una moneda pierda o gane valor, no debería ser un problema per se. No obstante, nuestra coyuntura no abarca cambios marginales en la tasa de cambio, sino cambios extremos, los cuales explican la gran patología de la economía colombiana: la enfermedad holandesa. Desde tiempos coloniales, nuestro país ha vivido de bonanzas y “booms” de ciertos productos, los cuales han jalonado nuestra economía en ciertos periodos de tiempo, desincentivando el tener una diversa oferta productiva. Inclusive, nos desincentivan a ser productivos en sí. Si las rentas de unos cuantos productos son tan buenas, ¿para qué esforzarse en producir nuevos bienes eficientemente? Otrora dependimos de bonanzas como el oro, el tabaco, la quina, el añil, el café, la marihuana, la cocaína, la heroína (aún siendo ilegales) y, recientemente, del petróleo y de productos primarios. Estos dos últimos, suman el 70 % de nuestras exportaciones. El 46 % corresponde al crudo. Nuestra enfermedad reside en lo dependientes que somos de los precios internacionales de los productos de nuestra escasa canasta exportadora. Es por esto que al bajar los precios del crudo, se han reducido nuestras exportaciones de este en un 50 % y la escasez de divisas es patente. En Colombia entran y salen dólares a borbotones durante ciertos periodos de tiempo, lo cual impide tener una economía estable. De esta manera, el tipo de cambio es sumamente voluble. En conclusión, si en cada momento de nuestra historia hemos vivido de las rentas de unos cuantos productos, es fácil comprender por qué aquí nunca ha habido ni industria de alto valor agregado, ni infraestructura, ni innovación tecnológica. ¿Para qué?
Durante los últimos decenios, ningún gobierno ha tenido el suficiente tesón para encaminar al país por una senda de verdadero desarrollo económico. La mediocridad, aunada a las bonanzas artificiales, ha impedido plantear verdaderas prioridades y objetivos en materia productiva. En esta coyuntura de vacas flacas, es preciso sentarse a formular políticas de desarrollo serias y sostenibles. Es inaudito que si el petróleo cae, nuestra economía también. Discutir si es mejor una moneda revaluada o devaluada se torna trivial si no abordamos las patologías incrustadas en nuestra estructura productiva. El debate económico debe ser de fondo.
@TorresJD96