En Bogotá hay una mujer invisible. No nos referimos aquí al personaje de ciencia ficción creado en los sesentas por Stan Lee y Jack Kirby. Aquí estamos hablando de una persona, de una mujer, que ha recibido la propiedad de la invisibilidad por parte de entes poderosos e interesados en que ella no sea visible para las personas, para los ciudadanos de a pie, agobiados por los problemas pero esperanzados en que el destino sea modificable por las acciones y las decisiones propias y ajenas.
Estos entes poderosos e interesados ven amenazados sus privilegios por otro cuatrienio, así como las ocasiones de asaltar los recursos públicos en su provecho y en el de sus amigos. Huérfanos por cuatro años de su avidez de rapiña, aspiran a retornar con más ambición de saqueo, reproduciendo a sus antepasados que hace casi 500 años saquearon los territorios de América, a punta de espada y cruz y a costa de la vida y la miseria de la mayoría de las personas. Detrás de sus escritorios de propietarios y jefes de redacción de periódicos y noticieros, se frotan las manos y se los puede imaginar uno con el gesto de un violador en los instantes previos a cometer sus actos de despojo del erario público.
Y como se sienten sedientos de venganza y de recuperar el “tiempo perdido”, ejercen sus poderes omnímodos para convertir a esta mujer en una mujer invisible. Y no deben hacer para ello ningún esfuerzo: les basta con no hacer nada. Les resulta suficiente con callar, con ignorar la existencia de esta mujer. Se trata de un homicidio simbólico. A pesar de que hay dos mujeres en la briega por suceder al alcalde perseguido, tienen el descaro de no invitar a la mujer invisible y llegan incluso a afirmar que solo hay una mujer en la pugna.
Pero veamos qué pasa con la mujer invisible. La mujer invisible parece cómoda con la invisibilidad. O considera que porque se ve en un espejo, todo el mundo la ve. Resulta que la mujer invisible es (tal vez a su pesar) cómplice de la invisibilidad que le arrojan desde las rotativas y desde las cámaras. Habla, sí, pero para un auditorio que ya la conoce y, en términos tan apacibles, tan neutros, que resultan inocuos. A pesar de poseer enormes e innegables capacidades intelectuales y profesionales, parece paralizada por una concepción errónea de la sensatez y de la ponderación. Sus adversarios dicen o hacen algo que los dejaría mal parados si alguien (ella) se levantara, alzara la voz y la palabra, y los señalara con vigor, con energía, con rudeza, incluso. Así, pues, la mujer invisible no hace nada por salir de esa tumba de silencio en que la han enterrado viva.
La mujer invisible debía saber que iba para una batalla, no para una conferencia ni para una apacible clase universitaria. Los escenarios de la política distan mucho del lenguaje y de las maneras propias de un coctel o de un foro académico. Son escenarios en los que, como en el teatro, hay drama, hay voces duras, hay gestos rudos. Un actor no sólo debe saber muy bien su parlamento sino que debe (y eso es lo fundamental) saberlo transmitir al público de manera que éste, en primer lugar lo escuche y lo escuche bien, y que, además, le produzca emociones y le suscite la toma de posiciones.
Parafraseando a Julio César, citado por Plutarco, la candidata no sólo debe ser idónea sino parecerlo. De lo contrario, la mujer invisible no dejará de serlo.
Ismael Urrego
Humanistas Bogotá
