“El poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido,
los campos de rosas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores,
y ese palomo, herido por un cazador misterioso,
que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido.”
F. G. L.
De la pieza de teatro La casa de Bernarda Alba difícil sería contabilizar el número de versiones puestas en escena y de sus numerosos estudios elaborados. Es que esta icónica obra —la última de Federico García Lorca, escrita en 1936 poco antes de su muerte— da para tejer tanto amplio como delgado. Lo cierto es que es un himno de denuncia a la opresión: la axiomática, en primer lugar, que es la trama misma de la obra, que remeda la dictadura franquista del momento con su exacerbación religiosa, la predominancia de una sociedad pacata cargada de elitismo social y económico; y, la segunda, alegórica que extrapola muchas otras causas como las familiares, las sociales, las sexuales y por supuesto las políticas.
Las innumerables versiones producidas ponen en escena modos y maneras diversos; a veces hombres, y hasta bailarines, con estos últimos y en flamenco osó Antonio Canales con gran maestría y gracia; y, por supuesto, en versiones cinematográficas.
En su semántica más obvia la pieza nos exhibe sin dubitaciones el autoritarismo de una madre, Bernarda Alba, que al enviudar a sus 60 años se encierra en riguroso luto con sus cinco hijas, sus dos criadas y su propia madre. Un enclaustramiento tiránico en tributo a su difunto esposo, y para protegerlas del peligroso y libertino mundo exterior y, de sus hijas, salvaguardar sus virginidades. La opresora Bernarda Alba es símbolo de muchas otras represiones y del acallamiento de las libertades. En ese microuniverso de encierro que ella crea acaece lo que en cualquier sociedad: disputas, intrigas, amoríos externos, rebeliones, desacatos a la autoridad, castigos; es en ello que radica su universalidad.
Se trata de una obra de gran texto en donde la palabra es esencial y directa, sin ambages, la acción es el lenguaje; exige por tanto para su interpretación actrices que basen su histrionismo en una gran dicción, un ritmo vocal y una expresión minuciosos en tempo y pausa del denso parlamento.
Con ocasión de los ya 80 años del asesinato de gran poeta, hemos asistido en Colombia a dos obras con las cuales la compañía L'Explose ha querido vincularse conmemorativamente: “La miel es más dulce que la sangre” una obra de danza que en asocio con el teatro Julio Mario Santo Domingo presentó recientemente; y con la facilitación de una nueva versión de La casa de Bernarda Alba en las instalaciones de su teatro La Factoría. De la primera hablaremos en otra entrega y referiremos aquí la segunda.
Esta nueva versión de La Casa de Bernarda Alba obedece a un viejo sueño de Carlos Aguilar, actor español bien curtido en las tablas y que en nuestro país ha dado confirmaciones de su talento. Es su primer trabajo como director teatral, y pasa airoso esta delicada prueba; bien le sirvió su conocimiento y estudio celoso de la obra y del poeta. Una puesta en escena que Aguilar se empeñó en hacer dentro de las normas canónicas; ninguna fantasía fuera del orden lorquiano original. Un texto sin alteración, sin adaptación. La más extrema ortodoxia fue su propósito. Sale muy bien librado, así hubiéramos preferido para mayor ventilación y facilidad de la densa obra un lenguaje más a tono con el castellano que hablamos por estas tierras, así como un acortamiento de los diálogos en pro de un más placentero ritmo. Buenas razones deben acompañar al novel Director para mantener su rigurosa línea textual.
Y se rodeó bien, como protagonista escogió a Ana María Arango, actriz bien familiarizada con los escenarios, particularmente de los televisivos —muchos la recordarán en la popular teleserie Vuelo secreto—. Ana María es imponente en la escena; sus apariciones, con su sola presencia, suscitan la venia despótica que precisa su rol. Con ella un elenco que permite ese clasicismo lorquiano buscado: Brunilda Zapata, Rosario Jaramillo, Débora Roa, Isabel Cristina Olano, Abi Bermúdez, Natalia Montes, Mónica Chávez e Isabel Gaona. Sobresale la conocida Brunilda Zapata en el rol de la sirvienta Poncia, su particular estilo natural lejos de cualquier acartonamiento, su histrionismo instintivo la hace relucir, lo que no es extraño porque es lo corriente en esta actriz de tiempo en tablas, de numerosos títulos interpretados y de imaginación actoral florida y versátil.
Gran acierto es también el acompañamiento con música en vivo de la violonchelista Sandra Parra. Bien podría extenderse su rol para constituirse en bajo continuo en muchos más pasajes de la pieza.
Nos recibe el director antes de tablas, a guisa de preámbulo, con un texto de Lorca sobre el teatro, en donde nos advierte el escritor en 1935 con una carta de penetrante actualidad, en la que reparte múltiples críticas y consejos, veamos: “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo”, señala con acierto. “El teatro se debe imponer al público y no el público al teatro”, se atreve también el poeta; es decir, una actividad cultural de verdadera significancia y profundidad y no una traducción comercial de la simplicidad que un público no culto exige como respuesta a sus frivolidades. Vargas Llosa en su exquisita obra La civilización del espectáculo nos ahonda con creces este drama que nuestra actualidad vive deplorablemente in crescendo.
Un buen baño introductorio con el que Aguilar nos adentra a la tragedia que a continuación nos ofrece y en donde hay disfrute, buena actuación y evocación de un pasado conservador, opresor y en demasía castrador; un escarmiento que sirve de incentivo de rechazo a aquellos que intentan retenernos o devolvernos a esas cavernas carentes de libertad y plagadas de prejuicios.
Mucho habría de decir Freud o sus discípulos sobre el comportamiento de estas “monjas” del monasterio lorquiano, en particular, sobre las pulsiones sexuales reprimidas que dan lugar a permanentes disputas y en donde la libido es refrenada, indecible a los ojos del cancerbero, porque representa inmundicia y depravación. Bastante fiel reflejo de la España de otrora y triste espejo contemporáneo de las consignas que algunas religiones aún propugnan. ¿No es acaso el celibato de monjas y curas, vigente actualmente, de esta misma categoría? o ¿las obsoletas predicas religiosas en pro de la virginidad?
Buen recordatorio de la muerte de García Lorca resulta ser la asistencia a esta reposición teatral; inicuo asesinato que según las últimas investigaciones, lo eximen del activismo político que se le endilga, y ahora lo explica por causas homofóbicas y venganzas del entorno familiar de orden patrimonial, agravadas por la aparición de esta obra que puso en evidencia un hecho real acontecido en esta su familia, los Alba, que jamás le perdonarían este acto y en asocio con los escuadrones de la muerte perpetraron el gran poeticidio.
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PD: En cartelera, últimos días, hasta el 5 de mayo 2018. De jueves a sábado a las 8:00 pm; Factoría L'Explose; Carrera 25 # 50-34; Teléfono 2496492.