"Es flaca sobre manera toda humana previsión, pues en más de una ocasión sale lo que no se espera". Esta frase de La Perrilla, de José Manuel Marroquín, poeta y político colombiano (1827-1908), se ajusta como anillo al dedo cuando analizamos los últimos desarrollos políticos del país.
Lo anterior, especialmente cuando tenemos en cuenta los acontecimientos desencadenados con el llamado a juicio de los dirigentes de la Farc por parte del tribunal de la JEP para que respondan por los secuestros y otros delitos de lesa humanidad en el desarrollo de la guerra, y ahora como senadores y representantes frente a la justicia transicional; y el caso del senador Uribe Vélez, llamado por la Corte Suprema de Justicia a responder por los delitos de fraude procesal, soborno y manipulación de testigos.
Son dos tribunales que, aunque diferentes, se tendrán que fajar en el cumplimiento de sus deberes constitucionales y legales: el uno con verdad, justicia, reparación y no repetición, en el caso de las víctimas y de la opinión pública en general, y el otro con el cumplimiento de la pronta y debida justicia frente a los delitos cometidos en el ejercicio autoritario del poder.
Algunos comentaristas no alcanzan a explicarse cómo puede ser que un expresidente y senador de la República pueda llegar a la cárcel mientras que exdirigentes de las Farc llegan al Senado y a la Cámara de Representantes. Las cosas de la solución política del conflicto armado que no quiso reconocer, en su terquedad invencible, el expresidente Uribe, y que ahora lo tienen a punto de quedar entre las rejas.
No es de cualquier monto la responsabilidad de la Corte Suprema de Justicia y de la JEP, porque tienen que ofrecer, dentro del Estado de derecho, todas las garantías del debido proceso, con la presunción de inocencia de los sindicados hasta tanto no se demuestre lo contrario.
Aquí el límite entre los aspectos políticos y jurídicos son supremamente delicados, de tal manera que hay andar con paso fino para no caer en decisiones que pueden traer consecuencias nefastas para el desarrollo del “posconflicto”.
Aunque viéndolo objetivamente, el expresidente tiene un prontuario de acusaciones y procesos penales desde que fue gobernador de Antioquia, pasando por su reelección presidencial, que a uno francamente le parecía inaudito que después de tanta denuncia el sindicado continuara con su teflón impenetrable como si fuera todo un superman invencible.
Las consecuencias de este proceso van a ser demoledoras para la construcción de una democracia avanzada en el “posconflicto”, si las reservas democráticas no se unifican en las reformas fundamentales que necesita el país.
Por eso la declaración del presidente electo tiene un tufillo de dependencia y sumisión como si todavía no estuviera posesionado del cargo, y pudiera darse el lujo de hablar en términos personales en defensa de su protector.
“Si Duque habla de la unidad, esto solo se logra borrando el paradigma excluyente. La unidad de Duque no es con la dirigencia parlamentaria, ni siquiera sumando la oposición. Es adoptando de manera genuina un modelo plural de sociedad”, escribió Humberto de la Calle en El Espectador.
Así las cosas, ante los vientos huracanados que se avecinan, los sectores democráticos tienen el deber y la obligación moral y política de construir el arma de la unidad en torno a un programa mínimo fundamental, que les permita asumir como un bloque de poder real las necesidades de la coyuntura política desde la lucha parlamentaria hasta la movilización ciudadana de masas, tal como lo plantean para el 7 de agosto: movilización nacional por una paz democrática.