Me jugué mi vida política por la paz de Colombia, y me la seguiré jugando por ese anhelo de nuestro pueblo, convencida que la perpetuación de la guerra beneficia a unos pocos y victimiza a las amplias mayorías populares. Por eso, a pesar de mi expresa exclusión del proceso de diálogos en La Habana, acudí llena de esperanza al Teatro Colón hace 5 años, aspirando que este pacto pudiese poner fin al conflicto social armado y a más de medio siglo de muerte y exclusión en nuestro país.
A 5 años está claro que quienes soñamos y luchamos por una paz estable y duradera, más allá del simple acallar de algunos fusiles insurgentes hemos sido defraudados en nuestra esperanza. Intentar homologar la desmovilización de algunos a la paz, sin siquiera afectar tangencialmente las causalidades sociales y políticas del conflicto, y permitiendo que continué el genocidio y la persecución política, es traicionar la idea de paz con justicia social que siempre enarbolamos los sectores progresistas. Con todo respeto, la paz que necesita Colombia, no es la que hemos vivido estos 5 años.
Supongo que me van a explicar a mí la dura lucha que implica hacer la paz y la férrea oposición de sus enemigos, pero considero que flaco favor le hacemos a la reconciliación de Colombia, al proceso de cambio político potenciado tras el desarme de las Farc, y a la postergada tarea del fin del conflicto, negar realidades palmarias. Así pues, que presentaré con sinceridad un balance por fuera de los lugares comunes del nuevo bipartidismo en el que nos quisieron encasillar en el post-acuerdo. El Acuerdo de Paz no fue ninguna entrega del país al narcoterrorismo ni al castrochavismo, pero tampoco es el nirvana ni el paraíso de los santos, que otros sectores del establecimiento describen. De igual manera, de la precaria implementación no se le puede responsabilizar exclusivamente al gobierno de Duque, que es inepto incluso hasta para sabotear.
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La precaria implementación no se le puede responsabilizar exclusivamente al gobierno de Duque, que es inepto incluso hasta para sabotear
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El proceso de paz entre el Estado colombiano y la entonces guerrilla de las FARC-EP, se hizo posible gracias a una confluencia histórica innegable, más allá de voluntades individuales o benignidades de lado y lado. Dentro de los factores determinantes que hay que mencionar está el agotamiento de la política de Seguridad Democrática, que si bien impidió que la guerrilla se tomase el poder, fue incapaz de su liquidación y del control del territorio nacional, con el agravante que pasaba ya una altísima factura -que hoy todavía no logramos saldar- tanto a la economía nacional como a las mínimas garantías democráticas. Otro aspecto soslayado, por no decir borrado, de la historia de este proceso, es que la nueva realidad geopolítica que significó la ola progresista en América Latina, obligó a Bogotá y a Washington a revaluar su política de guerra unívoca, y por ello el irremplazable rol de los gobiernos de Venezuela y Cuba para todo el desarrollo del proceso. Lamentable que el Estado colombiano les haya pagado arteramente.
Con respecto a lo firmado, una vez más el nuevo bipartidismo polariza la opinión en lecturas alejadas de la realidad. El uribismo sataniza el “maldito papel”, mientras otros lo santifican, pero haciendo hincapié solo en ciertos aspectos de lo acordado. Un análisis más reposado nos debe mostrar a un lustro de su firma, las luces y sombras, que también revelan la correlación de fuerzas del momento, y las tensiones existentes desde los diálogos al interior tanto del Estado como de la guerrilla. Un gran acierto la inclusión y el reconocimiento de la reforma rural integral, la apertura democrática y la reparación integral de las víctimas con el nuevo SIVJRNR, temáticas donde pese a lo acotado de los avances reformadores está todo el potencial mínimo para avanzar en resolver estas problemáticas genitoras y perpetuadoras de la guerra. Un desastre en cambio lo acordado respecto a reincorporación, dejación de armas, refrendación e implementación. En la práctica, desde antes de la firma del Colón ya las y los insurgentes había quedado presos de la buena voluntad del Estado, que quienes lo hemos tenido que sufrir desde la legalidad sabemos que es bien voluble.
Mientras el desarme se hizo aisladamente y en tiempo record, la reincorporación hoy no arranca a plenitud para la mayoría de excombatientes, entre otras cosas por el carácter inescindible de lo acordado, donde si falla un componente, fallan todos. Un ejemplo son los 300 presos de las FARC que continúan en las cárceles colombianas, para quien el acuerdo de paz es una noticia por la radio que ellos no pueden disfrutar. Como tampoco lo pueden vivir los más de 300 asesinados, -más de uno cada semana- en este genocidio a cuenta gotas que nos hace recordar otros procesos de desmovilización fracasados. Otro craso error fue negociar 5 años para que al final lo acordado terminase en manos del Congreso y la Corte Constitucional en pleno año preelectoral, por no hablar de la estupidez catedralicia de feriar la seguridad jurídica en un plebiscito sin garantías, que parecía tener la única función de satisfacer el ego presidencial y de los negociadores del gobierno contra sus contradictores políticos a la derecha y en la Mesa de Diálogos.
Con todo el respeto yo no luché por una paz reducida a un Premio Nobel, curules ornamentales o a foros de salón en Europa. El balance pasa por evaluar las 3 millones de hectáreas acordadas para entregar y las 7 millones que se tenían que titular al campesinado. Las reformas políticas que incluían la transformación del sistema electoral y la legislación de garantías para el derecho a la protesta brillan por su ausencia, como quedó evidenciado ante la barbarie policial contra el Paro Nacional, y la ausencia absoluta de transparencia para el 2022, en los terceros comicios después del Acuerdo Final. La sustitución voluntaria de cultivos fue erradicada de la política gubernamental a punta de militarización y fumigación con glifosato, prácticas funcionales al lucro de los grandes carteles de la droga y del complejo militar norteamericano y colombiano.
La paz no llega al Guaviare, ni al Chocó, ni al Cauca, ni al Catatumbo, ni a los Llanos, ni al Yarí, ni al Pacífico, ni a Putumayo, ni al Caguán. No solo no se pueden disfrutar las reformas sociales que la cimientan, sino que otros actores armados -cabalgando entre otras en la irresolución de estos factores- han tomado el control de estos territorios dándole continuidad al conflicto. El paramilitarismo lejos de desmantelarse se ha fortalecido posterior a la firma, mientras que la Fuerza Pública no es un garante de la convivencia a nivel nacional, sino lamentablemente parte de la violencia. Aquí no hay paz posible, sin paz completa, lo que implica reconocer al conjunto de actores de la actual etapa del conflicto y abandonar de una vez por todas cualquier tesis de “solución final” por la vía militar.
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Los incumplimientos estatales son tan prominentes que rayan en la perfidia, no solo hacia su contraparte en la Mesa sino hacia todas y todos, incluida la comunidad internacional acompañante y garante del proceso
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A nivel de lo definido en el punto de Víctimas, los desarrollos de la JEP se ven hoy entre paquidérmicos y amañados. Toda nuestra solidaridad ante los embates que sufrió para ser destruida, empezando por el montaje judicial agenciado por el entonces fiscal Néstor Humberto Martínez y los agentes de la DEA y que ante la respuesta pusilánime y a destiempo de la institucionalidad quedó gravemente lacerado el proceso de paz. Pero ya es hora que asuma integralmente su labor de justicia reparadora, restaurativa y prospectiva, con todas las víctimas. Preocupa la exclusión de quienes hemos sido víctimas de los agentes de facto del Estado, que son los paramilitares, así como que la presión política lleve a usar raceros distintos, dependiendo del actor del conflicto armado. Preocupan los tiempos siderales para quienes criticamos la jurisdicción ordinaria y de Justicia y Paz por la falta de celeridad para con las víctimas. Preocupa en extremo la verdad sobre lo ocurrido y que esta no sea censurada, razón por la que me comprometo a continuar mi comparecencia ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad la próxima semana. Preocupa que los incumplimientos estatales son tan prominentes que rayan en la perfidia, no solo hacia su contraparte en la Mesa sino hacia todas y todos, incluida la comunidad internacional acompañante y garante del proceso.
Finalmente, la mayor preocupación de los amantes de la paz es como aprender de los errores y superar estos 5 años de esperanzas frustradas. Se ha dado un valioso primer paso: el Acuerdo ha hecho aportes invaluables a Colombia, pero requerimos un nuevo gobierno comprometido con la paz completa, que por la vía del cumplimiento integral de la totalidad de lo firmado en La Habana, el diálogo con los actuales actores armados y el desmonte del escenario de guerra internacional, pueda por fin terminar la larga era de guerra en nuestro país. A 5 años de un primer paso histórico pero truncado, es el momento de ganar un pacto histórico para la paz completa y la reconciliación nacional.