Hace 40 años y después de más de 20 vanos intentos para que le publicarán sus relatos en editoriales del país y el exterior, según cuenta su hermana Rosario, por fin Andrés Caicedo Estela, después de ver publicado “El atravesado”, financiado por su madre, tuvo en sus manos la edición de su novela cumbre: “¡Qué viva la música!”, editada por el autor en medio del verdor que tanto le gustaba de la hacienda de toros de casta “Ambalo”, en Silvia Cauca y afortunadamente reconocida en su calidad por el poeta Juan Gustavo Cobo Borda, entonces director de Colcultura, quien prometió publicársela. Sin embargo la culminación de este esfuerzo que auguraba una monumental obra que desbordaría la vasta que escribió sobre cine teatro, cuento y novela, en sus 24 años de vida, fue truncada por barbitúrica decisión del autor, un 4 de marzo de 1977; la misma fecha en que 6 años antes, en Popayán, fue asesinado Carlos Augusto González Posso, “Tuto”, adolescente líder y poeta, durante una marcha estudiantil como protesta al asesinato en Cali, el 26 de febrero de 1971, de dos estudiantes universitarios, eventos que también influyeron en Andrés Caicedo; al igual que la contracultura hippie; las protestas contra la guerra del Vietnam; la lucha por los derechos civiles y contra el racismo en los Estados Unidos; el “prohibido prohibir” de los estudiantes de mayo del 68, en Paris; la liberación femenina; los Rolling Stones; la gran influencia de “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa; el “agúzate que te están velando” de Richy Ray & Bobby Cruz y el despegue de la salsa en Cali; entre otros eventos que marcaron al autor y la época, según refieren contemporáneos y su hermana Rosario, un año mayor que él y con quien compartió su amor por el cine, el teatro y la literatura.
Cuentos de Andrés Caicedo, obras de teatro y sus comentarios sobre el séptimo arte, condensados en la revista “Ojo al cine”, de la cual fue fundador y director a la par del cine-club San Fernando, evidenciaron la gran capacidad de trabajo, análisis y de escribir de este precoz autor, que según su hermana, desde los 12 o 13 años, además de leer a autores como Joyce, tecleando insistentemente sobre su máquina de escribir se expresaba con una claridad y altura intelectual que nada tenían que ver con su intermitencia al tartamudear. Entonces se relacionó con Enrique Buenaventura Lalinde, director del Teatro Experimental de Cali, quien le dio consejos para controlar su defecto cuando actuó en una de sus obras. Tal vez esta dificultad lo indujo a ser más escritor y director de sus propias obras de teatro, desde que estudiaba bachillerato en el San Luis Gonzaga, como la titulada “Recibiendo al nuevo alumno”, que fue presentada en el paraninfo Caldas de la universidad del Cauca, en 1969, cuando tenía 18 años: “Recuerdo que uno de los actores era Ramiro Arbeláez y años más tarde me contó cómo la gente que fue a ver la puesta en escena empezó a salirse, porque había situaciones tan escandalosas como un sacerdote masturbándose con un crucifijo”, refiere su hermana Rosario, en entrevista publicada en “Gaceta” dominical de El País, de Cali.
Al cumplirse 40 años de la publicación de “Que viva la música” y de la muerte de su actor, su obra sigue viva en el gusto e imaginario de la juventud de antes y la actual, como pudo constatarlo Rosario, en Barichara, Santander, donde un estudiante de bachillerato se aprendió de memoria el “El atravesado” y se los despachó de una, después de confesarle que se había identificado con la obra al leerla.
Aunque la literatura urbana en el siglo XX colombiano ya había tenido pioneros como José Felix Fuenmayor, después del largo período de predominio en temáticas sobre la violencia y los conflictos alrededor de la lucha por la tierra, la obra de Andrés Caicedo surgió como una ruptura, más influenciada por “Los cachorros” de Mario Vargas Llosa y el “Ulyses, de Joyce, que por la aplanadora de “Cien años de soledad”, de Gabo, que copó el firmamento literario y opacó la obra de destacados contemporáneos colombianos, algunos tratando de imitarlo.
Andrés Caicedo, en sus patoneadas físicas y literarias del norte al sur de Cali, al estilo de Paul Auster, en su “Trilogía de Nueva York”, dio voz y vida a esa juventud de finales de los 60 e inicios de los 70, cuando las obras de los Juegos Panamericanos la habían ‘patasarribiado’ y las ideas, modas y estilo de vida chocaban bruscamente con la godarria vallecaucana dirigente y con su padre, quien tratando de entender su suicidio se dedicó a rescatar su vasta obra del olvido.