La bulla del lanzamiento y las reacciones rabiosas de los uribistas me empujaron a comprar las memorias de Juan Manuel Santos: La batalla por la paz. Lo hice el jueves pasado. Creí que ya se había agotado la primera edición, que había una fila de personas billetes en mano dispuestas a arrebatárselo al librero de turno. Nada de eso sucedía. La torre de libros con su rostro estaba inmaculada, intacta y me llegaba hasta la cintura. Lo compré. Cincuenta y nueve mil pesos me parecieron excesivos pero como periodista creí estar en la obligación de leer los secretos más ocultos del proceso de paz que develaría en sus más de quinientas páginas.
Mi primera desilusión fue saber que el prólogo lo hacía Felipe González, el exmandatario español avenido en cotizado lobista. Dos páginas desganadas, sin ningún tipo de brillo en donde no le despierta al lector ninguna chispa de interés, de apasionamiento por leer la vida de un nobel. No lo culpo, acaso Garzón fue un lector avispado y se dio cuenta de lo que notamos los colombianos en cada uno de sus discursos: Juan Manuel Santos no tiene alma.
Luego estaban los epígrafes, intrascendentes y sospechosos como el que le hace su íntimo amigo Tony Blair. Pero lo que hace lamentable las memorias de Santos son, además de una descuidada edición, errores de impresión tan escandalosos como estos:
Es su egomanía, sus imprecisiones y su mala prosa. Juan Manuel Santos durante años tuvo una columna y fue editor del periódico propiedad de su familia. Por eso es imperdonable que se le escape a él o al escritor fantasma de turno -¿quién sabe?- esta prosa fácil, desteñida y obvia: "En la Escuela Naval aprendí a navegar, una lección muy importante porque quien navega debe saber a dónde se dirige, debe tener un puerto de destino".
Su intento de hacer un barrido histórico por los procesos de paz fallidos que vivió Colombia durante la segunda mitad del Siglo XX hasta su llegada a la presidencia, tienen la profundidad y sorpresa de un artículo de Wikipedia.
Y luego siguen los exabruptos, los torpes intentos de ser graciosos, de ser fresco, contando intimidades que a nadie le importan, como la tarde en Nueva York en que Luis Gilberto Ramírez, jefe de seguridad de la Presidencia vio a su esposa, María Clemencia, desnuda: “Cuando se confirmó la muerte de Jojoy el general Naranjo llamó al general Luis Gilberto Ramírez, jefe de seguridad de Presidencia, y le pidió que se comunicara urgentemente conmigo. No serían las siete de la mañana cuando Ramírez, en un exceso de diligencia, tomó el ascensor del edificio de la misión de Colombia ante las Naciones Unidas, donde nos estábamos quedando, y oprimió el botón del quinto piso que llevaba a las habitaciones privadas. Cuando se abrió la puerta se encontró frente a frente con mi esposa, que se encontraba como Dios la trajo al mundo. No se sabía quién estaba más avergonzado, si María Clemencia o Ramírez".
Insuflado por las encuestas que ahora le dan una popularidad
que jamás tuvo en sus ocho años de mandato,
le dio rienda suelta a su ego
Insuflado por las encuestas que ahora le dan una popularidad que jamás tuvo en sus ocho años de mandato, le dio rienda suelta a su ego. Le resulta extremadamente fácil caer en la tentación de comparar la mermelada con que untó a personajes tan cuestionables como Ñoño Elías o Musa Besaile con el pacto al que llegó Abraham Lincoln con el Congreso norteamericano para que le aprobaran la abolición de la esclavitud. Pero el autobombo más lamentable fue hablar sobre el elogio que le hizo el presidente del Parlamento noruego Olemic Thommenssen después de escuchar su discurso de aceptación del Nobel. “Me dijo que mis palabras habían sido el mejor discurso que se haya escuchado jamás en el City Hall de Oslo, nada mal, pensé, si se tiene en cuenta los colosos que me precedieron”.
Y ahí sigue, dando una versión de los hechos completamente discutible, como apropiarse completamente de la Operación Jaque en donde, según él, todos, hasta el entonces presidente Uribe, solo fueron personajes secundarios, de la Operación Sodoma que terminó con la muerte de Raúl Reyes y ni hablar de cuando, ya siendo presidente, comandó la operación Odiseo que terminó con la muerte de Alfonso Cano. Cuando los soldados del batallón Codazzi, quienes estaban a cargo de la misión, pensaban retirarse de ese lugar de Suárez, en el Cauca, epicentro de las actividades del comandante máximo de las Farc, lo llamó María Cecilia Rodríguez, hermana de su esposa, a quien le atribuye poderes paranormales, a decirle que Cano estaba escondido cerca al lugar donde rastrillaban. Así que los soldados estuvieron hasta la noche en el lugar y allí vieron como Cano salía de su escondite, “el jefe guerrillero salió corriendo, a lo que el soldado le gritó: “¡Alto! como Cano no se detuvo, el militar disparó. Ese joven soldado no tenía ni idea, en ese momento, de haber dado de baja al número uno de las Farc”. Su versión controvierte al rumor nunca confirmado de que Santos ordenó la muerte de Cano.
Son 586 páginas, un libro eterno, sin gracia, a la que le faltó la dureza de un editor. Un libro sin revelaciones, plano, que no le sirve a Juan Manuel Santos para catapultarse en el sitio histórico que, según él, se merece. Ojalá este artículo valga la pena. Si no habré podido decir, sin lugar a dudas, que perdí 59.000 pesos.