En el barrio Las Cruces, pleno centro de Bogotá, varios restaurantes se pelean el título de ser los más baratos de la ciudad. En la calle segunda entre carreras Décima y Séptima, hay seis negocios que ofrecen almuerzos a menos de $5.000. El más barato está a unos cuantos pasos de la estación de Transmilenio Comuneros. El valor de su menú arranca desde los $3.500.
El restaurante ni siquiera tiene nombre. Su dueño es Javier Lozano. El bogotano de 38 años nació y creció en el barrio Las Cruces, uno de los más pobres del centro de Bogotá, vecino del San Bernardo, que se ha convertido –desde que intervinieron y desaparecieron el temido Bronx— en una de las ollas más grandes de Bogotá.
En el restaurante de Javier el precio base de los almuerzos es $3.500, $4.000 y $5.000. Los platos se diferencian en tamaño, carnes y el acompañamiento de la sopa, elemento que juega un papel importante en el llamado corrientazo y en las ganancias al final de la tarde. A la sopa, un poco aguada y con casi nada de recado que acompañan unas menudencias de pollo, y que vale $1.500, se le gana más que al seco.
El menú de $3.500 lleva poco arroz, poco grano o poca pasta y una solitaria tajada de plátano. Las verduras no existen en este plato. No lleva ningún tipo de carne, esta se reemplaza con un huevo o una arepuela de una económica carne procesada. No lleva sopa. Es un seco pequeño que cumple con su función de mitigar el hambre.
Los platos de cuatro y cinco mil los compone la misma comida, aunque las porciones son un poco más generosas. Con este precio aparece el pollo sudado y flacas porciones de carnes a la plancha.
El negocio lo manejan dos venezolanos, uno de ellos cocina y sirve con rapidez y buena medida los platos que su compañero le va pidiendo. Hay un tercero que se encarga de lavar los trastes sucios que van dejando los clientes.
Javier Lozano no lleva mucho en el negocio. Llegó hace pocos meses de Panamá a donde se fue hace cuatro años a buscar futuro. Trabajaba como vendedor ambulante de empanadas y jugos. La depresión de la pandemia lo atacó. Extrañó a los suyos, a su hijo de seis cuatro años y empacó maletas. El sueño panameño quedó atrás.
Mientras grandes restaurantes cerraban sus puertas a causa de la pandemia, Javier Lozano montó su negocio hace un par de meses en la zona que conoce muy bien. Los clientes de Javier son particularmente recicladores, vendedores ambulantes, abuelos solitarios y vecinos humildes que encuentran allí suplir una necesidad primaria a bajo costo.
El dueño del restaurante no hace grandes mercados en bodegas mayoristas ni gigantes plazas. Todo lo adquiere al menudeo y con el afán del día. En la fama de la esquina compra las 20 presas de pollo y las carnes que ya sabe se pueden vender.
No lleva contabilidades, pero sabe que todos los días cocina unas 25 libras de arroz y que un bulto de papa le dura dos semanas. Su secreto es cobrar poquito y servir poquito. En promedio se vende unos 100 almuerzo al día, que le dejan entre 300 y 400 mil pesos diarios, un margen de ganancias que muestra que el que vender barato es también un gran negocio.