Desde el 28 de abril hasta el 28 de mayo el sector de la calle 13 con 100 había estado bloqueado con ramas, piedras, alambres y todo elemento que impidiera el flujo vehicular por la zona. Como punto de resistencia, el sector fue denominado Uniresistencia.
El bloqueo comenzaba aproximadamente a las 8 a. m. y se quitaba a las 6 p. m., debido a que algunos habitantes de Ciudad Jardín, el barrio aledaño, habían amenazado con armas a quienes permanecíamos allí.
Los elementos usados en los bloqueos fueron removidos múltiples veces por las personas que estaban en contra de ellos; sin embargo, durante este mes, los bloqueos se siguieron levantando día tras día sin importar las amenazas constantes hechas por ciudadanos de bien, que se transportaban en camionetas de alta gama y portaban armas para amedrentar. De igual manera, el bloqueo continuaba.
En las noches, cierto grupo de individuos de Ciudad Jardín, a los cuales denominamos como paracos por su evidente naturaleza, se escabullían a la estación de univalle y dañaban los murales y las plantas que ahí se encontraban. Cuando estas personas se acercaban, siempre estaban respaldadas por la fuerza pública.
Múltiples veces se buscó llegar con ellos a un consenso frente a los bloqueos; dejar un carril abierto o que el bloqueo fuera intermitente. No obstante, ellos no cedían a nada: o desbloqueábamos o desbloqueábamos. Cuando argumentaban comenzaban diciendo que sus empresas se estaban viendo afectadas debido al bloqueo.
Además, mencionaban que ellos tenían derecho a circular libremente por esa vía, y como último recurso para justificarse, al ver que nosotros no compartíamos sus mismas ideas, mencionaban que éramos unos guerrilleros y marihuaneros que reclamábamos derechos de manera inadecuada.
Finalmente nos pedían que los comprendiéramos. Y claro, nosotros comprendíamos que su manera de pensar se debía a la falta de empatía por la vida de las demás personas. Porque como en una ocasión nos dijeron: “Nosotros aquí no estamos hablando de la vida de la gente, sino de que los bloqueos no son las formas”. El flujo vehicular era más importante que la vida misma.
Nosotros, en cambio, defendíamos la vida digna, defendíamos el compartir y la unión. Y como completos desconocidos que fuimos algún día, después de poco tiempo ya éramos una comunidad. Una comunidad diversa, una comunidad con ciertas diferencias, pero una comunidad unida por el anhelo de algún día vivir en una Colombia más justa, más libre, más educada, más viva y más consciente.
Unos a otros nos protegíamos. Unos a otros nos escuchábamos. Unos a otros nos abrazábamos, sabiendo que el día de mañana podíamos no estar. Sabíamos que ya nos tenían fichados, pues la realidad era que los rostros de muchos de nosotros figuraban en algunas cuentas en redes sociales donde se promovía la cultura del no a los bloqueos.
Pero ahí seguíamos y día tras día, en el resto de la ciudad y el país, los muertos y desaparecidos se seguían contando; cada momento se registraba una nueva víctima. El transcurrir del tiempo parecía indicar que la situación de Uniresistencia era una bomba de tiempo.
Ya había pasado un mes, un mes en el que la ciudadanía había regresado a las calles después de una larga pandemia. Un mes en el que el miedo se había transformado, pues ya la muerte no olía a enfermedad, sino a balas. Ya había pasado un mes desde que las calles se empezaron a inundar de gente, pero sobre todo de ideas y anhelos.
Ya había pasado un mes de resistencia, un mes de contar los desaparecidos, un mes de ollas comunitarias, un mes de policías de civil disparando, un mes de arengas, un mes de asesinatos, un mes de bloqueos, un mes de paro, un mes de indignación, pero ante todo un mes de unión por parte del pueblo.
Era 28 de mayo y a los alrededores de Univalle, en la calle 100 con 13, en Uniresistencia, llegaría una marcha de todo el pueblo caleño; la resistencia de todo Cali.
Quienes normalmente habitamos Uniresistencia estábamos nerviosos; con tanta gente las cosas se podían salir de control fácilmente. Pues cualquier daño hacia instalaciones públicas o privadas sería un llamado inmediato a la fuerza pública y a los paracos de Ciudad Jardín.
La Universidad del Valle se erguía junto al bloqueo, junto a nosotros, pero distante, pues sus puertas permanecían cerradas desde que la minga indígena se había ido de la ciudad dos semanas antes, debido a los ataques con balas por parte de los vecinos de Ciudad Jardín y la fuerza pública. El campus universitario, normalmente tan disponible, tenía sus puertas cerradas, pues como la lucha ya no era solo estudiantil, los univallunos resistían en las calles.
Estábamos ahora en una lucha colectiva, en el ámbito local, regional y nacional. En Uniresistencia no éramos solamente univallunos; éramos estudiantes de otras instituciones, trabajadores, desempleados, madres y todo aquel que se unía a la causa.
La marcha llegó a las dos de la tarde más o menos, el lugar quedó atestado de miles de personas, unos cuantos encapuchados y el resto de civil. Desde el techo de la estación se podía observar cómo la ciudadanía caleña saltaba en rechazo al gobierno y a su política de irrespeto a la vida. “El que no salte es tombo” se escuchaba clamar al pueblo, mientras que todos al tiempo saltaban, como si la vida dependiera de ello.
No obstante, un par de tombos estaban infiltrados entre tanto gentío, pues cuando los ánimos estaban por el cielo, la bomba de tiempo estalló y las cosas se salieron de control en poco tiempo.
Siendo ya las cuatro de la tarde, en la calle 13 con 100 la tarima seguía en pie, la multitud cantaba y bailaba como si de un carnaval se tratara, se celebraba la vida y la continuidad del paro. Sin embargo, tres cuadras más abajo, en la 16 con 100, las balas parecían también danzar entre la multitud, entre los cuerpos de múltiples jóvenes.
Las balas rozaban los cuerpos y penetraban a uno que otro que se les cruzara en el camino. Las balas disparadas sin conciencia por los paracos de Ciudad Jardín y la fuerza pública. Porque no solamente los manifestantes estaban indignados y cansados de la injusticia del país; los paracos también lo estaban, porque llevaban un mes entero manejando hasta la calle 16 con 100 para poder salir del barrio. Estaban mamados porque a sus camionetas no se les permitía el paso por la 13 con 100 debido a que unos cuantos muchachos estaban protestando y luchando por sus derechos.
Como ellos mismos dijeron en cierta ocasión, “esto lo desbloqueamos como sea”. Por eso aquel 28 de mayo la gente de bien estaba armada y disparaba a quien se le cruzara por enfrente, pues los bloqueos los tenían cansados.
La estación de Universidades ardía en llamas, mientras que tres cuadras más arriba, donde la balacera aún no había llegado (la estación de Univalle), estaba llena de gente y en sus paredes estaban plasmados los anhelos, luchas y creencias de una comunidad consciente.
Entre aquella gente que ocupaba la estación nos encontrábamos quienes normalmente habitábamos Uniresistencia, quienes llevábamos ya un mes en aquel proceso de reapropiarnos de la estación y de llenarla de vida después de que esta fue destruida un mes antes, el 28 de abril, día en que comenzó el paro.
La estación de Univalle pasó de ser un lugar vandalizado y destruido a ser un espacio lleno de vida; un espacio que permitía la reconstrucción de una sociedad partida, que permitía el diálogo y el surgir de nuevas ideas. Sin embargo, la naturaleza de ese lugar no garantizaba seguridad alguna y aquel 28 de mayo quienes aún permanecíamos ahí escuchábamos cómo las balas se aproximaban.
La Universidad del Valle, la única universidad pública de la ciudad, permanecía cerrada. La brigada médica estaba ubicada en medio del gentío y atendía a los heridos por bala, como les era posible.
En medio del despelote y por la presión del pueblo, la universidad abrió sus puertas únicamente para la ejecución de las tareas de la brigada. El resto de nosotros nos quedamos a la intemperie, esperando, en medio de todo el caos, que quienes estaban en la calle 16 se replegaran, pues permanecer en el punto, permanecer junto a la estación, permanecer en Uniresistencia ya no era posible.
No obstante, en ese momento aquel espacio, que nos había unido como comunidad, aquel espacio que había sido vulnerado, pero que habíamos seguido reconstruyendo, aquel espacio ya no era tan importante como la gente que lo conformaba, como los muchachos de primera línea, las señoras de la cocina, los artistas que plasmaban murales, el grupo que había dado vida a las huertas, los que cantaban y danzaban, y todos los que día tras día sembramos un granito para el cambio.
Nosotros, más que la estación misma, éramos Uniresistencia. Aquel espacio era su gente y el 28 de mayo las vidas de esas personas estaban en riesgo. Algunos nos marchamos hacia Meléndez; unos más temprano y otros en medio de la balacera. Otros en cambio ni siquiera pudieron marcharse, pues la fuerza pública los tenía retenidos, estaban en el hospital por heridas por bala o estaban ya muertos.
Mas en medio del caos, en medio del repliegue, en medio de las balas, la unión de quienes permanecíamos era más fuerte que nunca. El 28 de mayo hubo muerte, hubo violencia, hubo vandalismo, hubo balas; pero también hubo amor, amor por la vida y amor por aquellas ideas de cambio tan utópicas en un país como Colombia, pero tan palpables en una comunidad unida por el anhelo al cambio y el anhelo a una vida digna.