La incomprensión debe ser la forma más fácil para evitar aproximarse a lo que sabemos efectivamente mejor que nosotros. El fascismo como intolerancia a la otredad debe ser pues, la más elevada forma de reconocer al otro como superior, y de ahí su necesidad de eliminarlo o destruirlo.
Víctor Paz Otero nos enseñó que por eso el sabio cuando es adulado se siente ligeramente irrespetado y cuando se le insulta se siente ligeramente respetable.
El fascismo, a la izquierda o a la derecha, es la yunta para juntar un puñado de mediocres, mercachifles y sociópatas.
El fascismo también se da entre quienes se dicen antifascistas, pero se niegan a hacer el más mínimo esfuerzo por comprender al otro, es decir, amar el prójimo como a sí mismos.
El fascismo es la otra cara del fanatismo. Todo fascista es en el fondo un fanático encubierto -aún si se presenta como un defensor del antifascismo, de la democracia, las instituciones e incluso de los derechos humanos-.
Si se dice demócrata y antifascista, pero aun así defiende cosas como la tauromaquia, debe ser porque nunca comprendió el derecho a la vida y a que los demás también merecen el menor sufrimiento posible, incluso los animales.
La conciencia del dolor ajeno en el fascista es un cable de alta tensión que hay que cortar o como mínimo aislar. Si se ha matado, hay que eliminar la fe para quitarse otro problema llamado “conciencia”.
La poesía, las artes cuando son genuinas, es decir, cuando vienen directamente desde el espíritu, son para el fascista un prodigio técnico, y las más de las veces, un instrumento para el arribismo que en éxtasis persigue contraticos.
El fascismo es la máscara que forjó para ocultar su rostro deforme la mediocridad y la falta de empatía.
El fascismo es mellizo del sadismo.
El fascismo es una forma social o exterior que toman varios trastornos de personalidad y de conducta que comprometen violencias.
El fascismo se disfrazó de humor para develar al sádico que se pretende cínico.
Cínicos Wilde, Antonio Gala, Blanca Rosa de Aguilar Poyatos, El Loco Castrillón de Popayán, Francisco de Quevedo y Villegas, Víctor Paz Otero. Los demás no llegaron a plantar una sonrisa de trapecista en la abulia circense de los infiernos.
El silencio es la música del olvido
El silencio es la música del olvido
La libertad es una fugata en “Dios-Menor” intuida en el vacío.
La realidad le cupo a Platón en una caverna.
La verdad cupo en un pequeño Platón. Para él, el hombre era un bípedo implume del que Diógenes se burló. Aparte de estos dos y de su tierna intención, todos los demás filósofos son mentirosos.
La belleza es un rayo de sol que burló los barrotes de la ilusión para atravesar el ojo de un águila bicéfala que se negaba a abrir sus alas al salir de su celda.
Pedro Páramo y Poe creían que la verdad es soñada por otro al que soñamos (¿nuestro principal Soñador?).
Para los iniciados del sijismo, el judaísmo, el viejo cristianismo y otras religiones, la mentira es todo olvido de la palabra perdida. Al fin y al cabo, todo olvido de sí mismo, cometido por Dios.
Para sintonizar la verdad hay que elevar con las palabras perdidas el volumen del silencio.
La voz del silencio tiene una profunda y viva musicalidad. Somos, fuimos y seremos esa música.
El todo es algo más que la suma de las partes. Dicotomía entre lo eterno y lo efímero.
Quien separado vibra con la eternidad, hace que la eternidad vibre con él e incluso, para él.
Cuando el barullo de la mente es silenciado, no hay tiempo ni espacio. Solo eternidad.
Donde se acaba el espacio, también se acaba el tiempo. Lo que va más allá de eso escapa a toda comprensión.
Un jardinero valiente logró desembrar la atención de los sentidos y la plantó en una matera oscura y muda que yacía en su interior. Un día al florecer este expresó: “Lontananza de temores y deseos. La palabra perdida se encendió en una música y escuchó una luz”.