En Urgencias no hay urgencia
Veintidós de agosto. La mañana fue, como en las últimas semanas, lluviosa. A mi lado una señora –cincuenta y un años, bolsas en los ojos, semblante empalidecido –sostiene un bastón en la mano para poder caminar. Hace una hora salimos de Sahagún y ahora estamos en Urgencias del hospital San Jerónimo de Montería. La señora se ha venido quejando de un fuerte dolor en la espalda durante los escasos setenta y cinco kilómetros que separan a Sahagún de la capital cordobesa. Sin embargo, la he visto hacer lo mismo en el último año, así que puedo decir, simplemente, que ya estoy habituado. Su nombre es Denis Pineda, mi madre. Ni ella ni yo, ni las decenas de pacientes y familiares que conoceremos en los próximos veintiséis días, lo sabemos, pero todos nos vamos a convertir en los personajes de esta crónica que es al mismo tiempo, la crónica de millones de colombianos que por cualquier enfermedad solicitamos un servicio médico en Colombia.
Como no hay sangre, desmayos o heridas, la atención, en nuestro caso, puede esperar. Nos sentamos unos minutos en una banca para tomar un aliento que no sabemos dónde lo perdimos. A nuestro alrededor hay quince o veinte personas esperando ser atendidas. Algunos se quejan, otros lloran lastimeramente. En menos de diez minutos entran por lo menos cinco o seis ambulancias. Leo en sus puertas los lugares de procedencia. Hospital San Nosequé de San Pedro de Urabá. Hospital Sanseacabó de Montelíbano. Hospital Sanyonosé de Tierralta. Los nombres de los hospitales no me interesan en su momento, sino el lugar de donde vienen los pacientes. Pueblos y veredas de los cuatro puntos cardinales del departamento de Córdoba y del Urabá antioqueño.
Saco de mi bolso un papel membreteado con el sello del hospital y una firma escaneada del médico neurocirujano que ha atendido a mi madre en los últimos seis o siete años. “Paciente con discopatía severa, muy sintomática. Debe hospitalizarse para manejo de dolor y estudios”, leo en silencio. Nosotros sabemos que la hospitalización terminará con un procedimiento quirúrgico llamado laminectomía en las vertebras L5 y L6. Entramos por Urgencias para agilizar el proceso.
Llego a la ventanilla y presento el papel. La enfermera lee rápidamente. Parece no entender.
–Fotocopia del carnet y la cédula – me dice.
Hasta este momento se puede decir que la enfermera no ha visto a mi madre. No le ha tomado la presión, ni revisado sus signos vitales. Posó sus ojos sobre el papel y dijo: “Fotocopia del carnet y la cédula”. Este acto menor, para los que hemos estado toda la vida en el Régimen Subsidiado, no nos sorprende en lo más mínimo. El carnet por encima de la vida. La filiación al sistema por encima de la persona. Saco las copias y regreso.
Sé que hoy es veintidós de agosto. Cuando mi madre salga del hospital solo tendré en mente esta fecha, y dos más: cuatro y dieciséis de septiembre. El resto de días que voy a estar acompañándola solo sabré que es lunes o martes o domingo, pero la fecha exacta no importará. En mi mente tendré situaciones concretas, no fechas. Recordaré, por ejemplo, el día que hospitalizaron en la misma habitación en la que estaba mi madre a una muchachita a la que un bravucón de barrio le dio un machetazo en su antebrazo izquierdo, quedándole pegado tan solo por el pellejo; o el día que a Buenaventura –treinta y seis años, rostro de niña, voz atormentada-, después de hinchársele el abdomen fue dirigida a Cuidados Intensivos porque tenía líquidos en los pulmones. Había venido al hospital con un fuerte dolor producto de unos cálculos en la vesícula. Días en los que reconocí desde el interior de un hospital lo realmente jodido que está el sistema de salud colombiano.
Sobre este tema es mucho lo que se ha dicho y mostrado. En la anterior legislatura, el congreso aprobó una ley estatutaria de la que se habló hasta el hartazgo en los medios. La misma discusión se ha vuelto a poner en la palestra ahora que en el mismo escenario se discute el proyecto ordinario de reforma a la salud. Se dice que no cambia el modelo, que rebautiza a las EPS, que no resuelve problemas de fondo, que la plata no alcanza, que ya no es el POS, sino Mi Plan, que la participación de los médicos en la discusión. De igual forma, cuando los noticieros se interesan por la salud de los colombianos van a un hospital o a un centro de atención y muestran las largas colas por una cita, a los viejitos trasnochados esperando a que abran el centro de salud o a un portero peleando con los usuarios. Focalización externa, creo que se le llama en crítica literaria. Es decir, mostrar desde afuera, desde el dolor ajeno. Pero nada desde adentro, desde lo que siente y vive un paciente cuando le entrega la vida no a un médico, sino a un sistema de salud desfinanciado, deshumanizado y corrupto. La discusión sobre el problema de la salud en Colombia se ha planteado siempre desde un solo punto: la cuestión económica ¿Alcanza o no alcanza la plata? No obstante, hay otro elemento esencial que se debe abordar en toda discusión sobre el tema. El sistema de salud en Colombia está deshumanizado. La plata es un problema, el primero. Pero no el único.
Nos han hecho pasar. A mi madre le han tomado la presión, la han canalizado y ahora está sentada en una silla de plástico. Allí estará el resto del día. La Urgencias del hospital San Jerónimo es un estrecho pasillo donde casi siempre hay mucha gente enferma. Todos están sentados en sillas de plástico o en improvisadas camillas. Todos están canalizados. Todos tienen el rostro apesadumbrado. Unos se quejan, otros duermen, otros bostezan. En el cuarto de reanimación hay una señora que desborda la camilla donde se encuentra acostada. También está canalizada y le hacen en este momento terapias respiratorias. Aquí huele a mierda mezclada con alcohol antiséptico y desinfectante.
El tiempo pasa. Mi madre sigue en la misma silla donde la dejaron desde las nueve de la mañana. Yo estoy –y estaré siempre –de pie. Hay muchos médicos, todos practicantes. Dos o tres enfermeras jefes y muchas auxiliares de enfermería. Estas últimas escriben sobre lo que parecen ser formatos del hospital. Algunos médicos estás sentados frente al computador. Otros hablan entre sí y algunos simplemente chatean desde su celular de última generación.
Han pasado cuatro horas desde que llegamos. La silla resulta muy incómoda para alguien que tiene una hernia en la columna del tamaño de una ciruela. A pesar de ello, mi madre soporta el dolor gracias al medicamento que le pusieron en la mañana. Nadie se ha acercado a decirnos qué debemos hacer. Nadie nos ha explicado cuál es el procedimiento que debemos seguir. Simplemente esperamos. Una mujer –veinticuatro años, tapaboca azul celeste, piel mestizoide –reparte almuerzos. Pasa por nuestro lado y nos ignora. Al ver esto, salgo al encuentro del vigilante que está en la puerta. Le pregunto si a los pacientes que están en el pasillo no les dan comida.
– ¿Cuándo llegaron? –me responde con una pregunta.
–Esta mañana.
–Tienen que comprarla ustedes.
Salgo. Compro un sancocho adobado con una gruesa capa de grasa. Su sola imagen me resulta asquerosa. Mi madre lo toma más por la necesidad de echarle algo caliente al estómago que por su sabor. Al rato, veo al primer médico de planta del hospital –cuarenta y ocho años, piel oscura, bata amarillenta, melena de acordeonero – que llega agitando las manos como si todo se hubiera terminado. “Estamos en paro. Desde ahora solo se atenderán las urgencias”, dice. Un soterrado rumor se levanta en el pasillo. Miro a mi madre que cree que la cosa no es con ella. Yo temo que la devuelvan a casa. Sin cirugía y con el mismo dolor. Al final del día, parece que el hospital sigue su rutina diaria atendiendo a cuanto desnarizorejado llega a Urgencias. El paro fue solo una amenaza.
Escasez de camillas, abundancia de pacientes
Han pasado dos días desde que llegamos al hospital. Ayer, ya bien entrada la noche, nos trasladaron dentro de la misma Urgencias a un cuarto enorme. Había allí alrededor de veinte compartimentos no mayores al metro y medio cuadrado. En cada sitiecito de estos había una camilla con una colchoneta tan gruesa como una tajada de mortadela. Todas las camillas estaban ocupadas. Mi madre durmió en una de ellas. Mientras ella dormía recordé uno de los formatos que nos había dado el neurocirujano: “Paciente con dolor lumbar generalizado que se irradia al miembro inferior izquierdo”. La colchonetica fue nefasta para la espalda de mi madre. Hoy no puede dar dos pasos seguidos.
Hemos llegado ahora al edificio de Hospitalización. La pieza donde estamos, en comparación con el cuartito de Urgencias, parece la habitación de un hotel cinco estrellas. Pero solo en comparación con Urgencias. Hospitalización está constituido por dos bloques de tres pisos cada uno. Aquí el olor a mierda se ha disipado y solo huele a alcohol antiséptico. Nosotros estamos en el tercer piso. Me asomo por la ventana. Arboles de mango se ven a lo largo y ancho del paisaje. Al fondo lo que parece ser la serranía de Las Palomas y un poco más acá la construcción de un edificio de seis o siete pisos. Los obreros suben y bajan. Los veo y me acuerdo de la Metrópolis de Fritz Lang. Cuando salgamos de aquí, el próximo dieciséis de septiembre, veré la misma imagen del edificio como si en todo este tiempo no se hubiera pegado un solo ladrillo.
El cuarto es muy grande para un paciente, pero pequeño para tres. Tiene cerca de tres metros cuadrados. Hay tres camillas. Las camillas parecen de la Segunda Guerra Mundial –en los próximos días me enteraré de que tienen más de veinte años–. Las colchonetas estás partidas por la mitad como si fueran una billetera. Algunas sábanas están andrajosas y en uno que otro día ni siquiera habrá sábanas. Los pacientes tendrán que tráelas de sus casas. El baño no drena correctamente. La ventilación es insuficiente. Y siempre hay que tener cuidado de que las hormigas no se suban a la camilla a buscar comida. En las demás habitaciones, la situación es igual o peor. Una noche, mientras conversaba con una familiar de la habitación contigua, esta se asustó al ver en el segundo piso una rata del tamaño del Maestro Splinter.
Acabamos de llegar y no hay nadie en las otras dos camillas. Sin embargo, en menos de diez minutos llegará la primera de las tres abuelitas que nos acompañará en los siguientes días. Estará aquí durante una semana por una fractura en el fémur. Se irá y siete días después vendrá otra abuelita con una fractura parecida. Antes nos visitará la jovencita del machetazo en el antebrazo. Buenaventura nos acompañará por tres días inicialmente, para después ir a Cuidados Intensivos. Volverá con vida, y tres o cuatro días después le darán de alta. Nosotros seguiremos aquí. Seguidamente vendrá Consuelo con sus quistes en los ovarios; una niña con apendicitis de la región del San Jorge y tres muchachitas que juntas no suman los 45 años, con un bebe en brazos y una madre velando por ellas. Nunca vi los padres de los bebés. En total pasarán por la habitación 72-A doce pacientes antes de que nosotros salgamos del hospital. Muchos de ellos vendrán desde muy lejos, como la niña que atravesó el Alto Sinú para parir en Montería, porque en el hospital de Tierralta, un pueblo con casi noventa mil habitantes, no hacen algo tan sencillo como una cesárea.
Para que trasladaran a mi madre de Urgencias a Hospitalización, fue necesario recurrir a los favores. Un amigo personal que trabaja en el hospital intercedió para que se agilizara lo que venía consignado en el papel que nos dio el neurocirujano. “Debe hospitalizarse para manejo de dolor y estudios”. Para que le hicieran una resonancia magnética fue necesario recurrir al mismo amigo. Hasta al más profano de los ciudadanos le toca apelar a estas prácticas. Venir desde lejos significa, entonces, arriesgarse a no tener quién le pueda ayudar a uno. Eso le ocurrió a un señor que estaba a nuestro lado en Urgencias: demoró dos días sentado en la misma silla.
Precariedad y escases. Palabras que fácilmente definen la situación de los hospitales en Colombia. Tres días después de estar en el hospital se realizó la resonancia magnética. Tiempo récord, pero gracias al mismo amigo. La resonancia, sin embargo, no se hizo en el hospital porque el resonador magnético estaba averiado. Por lo que tocó ir a una empresa privada en el centro de la ciudad.
Precariedad, repito. Una tarde, no recuerdo cual, mientras caminaba buscando algo que comer, viré la vista hacia el pasillo interior de Rayos X. Estaba oscuro. A lo lejos escuché una voz:
–Se fue la luz –dijo, al tiempo que la gente salía de los cuartos buscando aire por el pasillo.
Cuando se acaban los medicamentos
Cuatro de septiembre. Hoy mi madre está cumpliendo años, pero esa no es la única novedad: hoy también es el día de la cirugía. Por temor no la felicito, tampoco creo que deba hacerlo. No sé lo que ella está pensando. Por fuera se nota tranquila, sosegada. Son las seis de la mañana y estamos en el vestíbulo de Cirugía. Una enfermera ha hecho las preguntas de rigor y me ha explicado que la cirugía está programada para que dure cuatro horas. Ahora me piden que salga. Me despido de mi madre. “Ten fe”, le digo, mientras le doy un abrazo. De aquí en adelante viviré de la zozobra y la impaciencia. En poco menos de diez minutos pasará el neurocirujano encargado de la operación. Yo, extrañamente, confío en él ¿Acaso tengo otra opción?
En el San Jerónimo hay buenos médicos. Yo los he visto andar por las galerías del hospital –cabello entrecano, caminar flemático, vestiduras impecables–. Muy pocos miran a los pacientes y cuando lo hacen, inspiran confianza. Esa misma percepción la he escuchado de varios pacientes con los que he hablado. “Ese médico es una eminencia, muy buen médico”, dicen como si hablaran de un sacerdote. Una tarde, de las últimas que estuvimos en el hospital, una señora reafirmará tajantemente la imagen de los médicos del San Jerónimo: “Ay, muchacho, en este hospital lo único bueno son los médicos”, me dijo. Pero un hospital no está hecho solo de médicos; y, además, cuando se trabaja en medio de la precariedad hasta los más versados pueden fallar. Un médico rodeado de enfermeras y auxiliares inexpertos, puestos a trabajar por la omnipotencia de un político que nada sabe de medicina, pone en riesgo no solo su carrera, sino la vida de los pacientes. Mientras pienso en esto, mi madre sigue al interior del quirófano y yo espero, acompañado ahora de mi padre que llegó hace un rato de Sahagún.
Una, dos, tres horas. Han pasado exactamente cuatro horas y cuarenta minutos desde que entró el doctor al quirófano. Lo veo venir tranquilo por el fondo del pasillo. “Todo debió salir bien”, me digo y salgo a su encuentro.
-Doctor, doctor, yo soy el hijo de la señora Denis, cómo salió todo-. Le digo esto mientras trato de alcanzarlo. El tipo tiene prisa.
-Bien, bien. La operación fue un éxito-. “Es lo que suelen decir”, pienso. -Allí tuvimos un pequeño problema con… (Dice algo que no entiendo) pero al final todo está bien-.
-¿Y cuándo la puedo ver?
-Ella está ahora en recuperación. En treinta o cuarenta minutos la trasladarán a la habitación.
-¿Y cuándo le dan de alta? –Le preguntó a lo lejos.
-En cuarenta y ocho horas, máximo.
Mintió. Todavía nos quedarán doce días más en el hospital.
No fueron ni treinta ni cuarenta minutos. Han pasado más de tres horas desde que hablé con el doctor, y solo hasta ahora mi madre es llevada a la habitación de donde partimos esta mañana. Días después sabré que la reacción a la anestesia fue brutal, que las enfermeras le cantaron el Happy Birthday antes de la cirugía y que aquello la hizo muy feliz, quizá porque muy pocas veces alguien le ha cantado en su cumpleaños.
Estamos en la habitación 72-A de regreso. Ya es de noche y la alucinación de la anestesia ha cedido ante el dolor. Mi madre llora y se queja. Voy en busca de la enfermera para que le suministre el medicamento. La enfermera es una morenita espléndida.
–Por favor –le digo –, podría suministrarle el medicamento a mi madre. Se le está despertando el dolor.
-En un momento voy.
Veinte minutos y no viene, así que regreso donde ella.
-Ya voy, es que no tengo tramadol en este momento, y estoy llamando para que lo traigan.
La enfermera llamó una, dos, tres veces… Nunca trajeron el medicamento.
Cuando solicitamos un servicio por medicina externa es común que esto suceda en el Régimen Subsidiado. Vamos a la cita, el médico nos manda una fórmula –por lo general, la misma para todo el mundo –, salimos a reclamarla a las droguerías dispuestas por las EPS y ¡vaya sorpresa! No están todos los medicamentos de la formula, por lo que toca, cuando se tiene dinero, sacar de nuestro bolsillo y comprarla. Allá es normal que pasé. Pero que esto ocurra en un hospital donde el que está interno necesita que le suministren más que puntual sus medicamentos, es algo inexplicable. ¿Qué hace el paciente, entonces? ¿Aguatarse como los machos? ¿Comprar el medicamento? ¿Encomendarse a San Jerónimo, bendito? Y mejor aún ¿Qué hace la enfermera? Prestarle el medicamento a una compañera, como efectivamente la morenita hizo en este caso. Es media noche y mi madre duerme. Viene el fin de semana y en tres días volveremos a saber de escases en este hospital.
Hoy es lunes. A mi madre se le han soltado unos puntos, la herida se ha abierto un poco y ha aparecido un seroma. El neurocirujano llegó hace un momento e indicó que, para evitar una infección, era necesario hacer un lavado y tomar dos o tres puntos de sutura. Se lo ha dicho al médico de piso. Este, dice que eso se hará mañana porque ya está muy entrada la tarde y hay que pedir los materiales. Pero mañana nadie vendrá. Será martes y como el resto del país, la gente del San Jerónimo estará más pendientes del partido de Colombia contra Uruguay, que de venir a tomar unos puntos a una paciente que parece no necesitarlos con urgencia. Mañana martes preguntaré a las enfermeras sobre el procedimiento y me dirán que ya los materiales están disponibles y solo se espera que aparezca el médico. Mañana martes no se curará la herida porque la monjita –veintiocho años, rostro de pantera, vestido de nieve –encargada de hacerlo considerará que no es necesario, pues el médico hará un lavado. Mañana martes mi madre quedará esperando al médico encargado del lavado y la sutura. Mañana martes perderá Colombia el partido por las eliminatorias. Mañana martes perderé la fe en lo público. Mañana martes…
Hoy es miércoles. He salido a desayunar algo. Cuando regreso encuentro a un médico, desconocido para mí, haciéndole a mi madre lavados con una jeringa. Ella se queja. Para cuando termine el procedimiento, estará tan adolorida como el día de la cirugía. Ahora ha llegado el neurocirujano. Él será el encargado de terminar el procedimiento. Me han pedido que me retire un poco. Así que me ubico a un lado, donde no puedo ver ni los puntos ni el lavado. Escucharé al neurocirujano malhayar por el tamaño de la aguja y del hilo. Mañana o pasado cuando venga la hermanita a hacer la curación me daré cuenta de que el hilo es cuatro veces más grueso que el de la primera sutura. Veré también los puntos cosidos sin ningún misticismo. “Así cosen a los puercos”, pensaré, pero callaré para no preocupar a mi madre.
Este hospital es mío
Consuelo –cuerpo de ciclista, voz chillona, tetas al viento– se queja en la camilla de al lado. Es normal. El efecto de la anestesia cada vez es menor. Fue operada hace un par de horas de un quiste en los ovarios. En medio de su dolor, Consuelo murmura: “Este hospital ya no es del gobernador, se lo dejó quitar de Arleth”.
Consuelo está en la cama del centro, mi madre a la izquierda y a la derecha la segunda señora con una fractura de fémur. Consuelo conoce este hospital como ninguna otra paciente con la que mi madre ha compartido habitación. Trabajó aquí hace un tiempo, “cuando este hospital todavía servía”, dice ella. La Arleth a la que se refiere es la senadora Arleth Casado, esposa de Juan Manuel López, y quien heredó las banderas de Mayorías Liberales en Córdoba después de que su esposo fue condenado por parapolítica. Nadie se inmuta por lo que Consuelo dice, salvo yo. La expresión de la mujer me hace recordar que estamos en Córdoba.
No sé si esto sea igual en el resto del país, pero aquí es común escuchar a la gente decir en los pasillos de las oficinas o en cualquier calle que la Universidad de Córdoba es de los liberales, la CVS de Musa, el ICBF del Ñoño. Lo dicen con la misma naturalidad con que te dan los buenos días y como si en verdad los políticos de la región tuvieran las escrituras de estas instituciones del estado. Pero esto no ocurre solo con las instituciones. También es común que te pregunten “¿Tú de quién eres?”, o es fácil escuchar a la gente decir “yo soy de Juan”, “tú eres de Pedro”, “él es de Julio”.
Esa asociación que hace la gente entre el político de la región y las instituciones del estado tiene una explicación, digamos, electorera. Controlar políticamente una institución en Córdoba asegura un enorme botín electoral. A los políticos en el fondo no les importa que el hospital San Jerónimo tenga graves problemas de cartera o que no se hayan bajado los costos de funcionamiento. Tampoco les interesa que las enfermeras y los auxiliares clínicos tengan cuatro meses sin recibir salario. La primera noche que estuvimos en Hospitalización, una auxiliar de enfermería, con cara de amargura, nos dijo que hacía cuatro meses no recibían un peso. Pero no importa. Lo importante, piensa el político, es que a esa mujer yo la tengo trabajando en mi hospital y que el próximo año que haya elecciones de seguro ella, su familia y algunos de sus amigos votarán por mí. Esa extraña asociación se la escuché días después a una señora que había viajado más de doscientos kilómetros, desde Magangué hasta Montería, para acompañar a su hermano –soltero, sin hijos, condenado a comer el resto de su vida por una sonda–. La mujer me dijo: “Este hospital está acabado, se parece al de Magangué. Claro, al de ahora, porque cuando era de la Gata, estaba mejor”.
Cuando decidí escribir esta crónica, lo primero que hice fue buscar información en la prensa sobre la situación general del hospital San Jerónimo. Esa misma semana, el Meridiano de Córdoba publicó una noticia titulada “El San Jerónimo no está bien” y hablada de la preocupación del gobernador, Alejandro Lyons, por los serios problemas de facturación y cartera del hospital. Días después, El Universal de Cartagena publicaría una noticia similar con un titular más contundente: “Hospital San Jerónimo es víctima de pelea de políticos” y hablaba de un detrimento patrimonial de casi seis mil millones de pesos y de la voltereta política de Nelson Morales, director del hospital, “quien inicialmente fue designado como cuota política del Partido de la U y terminó en las huestes de mayorías liberales”. Consuelo tenía razón: este hospital ya no era del gobernador. Esta jugada política se vio reflejada un mes después. El pasado jueves tres de octubre, El Meridiano de Córdoba publicó un titular que decía “Masiva salida de empleados del San Jerónimo”, y en el cuerpo de la noticia se leía: “más de 200 empleados del Hospital San Jerónimo de Montería vinculados a través de bolsas de empleo los sacaron de manera abrupta de su trabajo en los últimos días”, entre ellos, enfermeras, auxiliares de enfermería, porteros y camilleros, quienes en algunos casos se les interrumpió su turno y se les dijo que se debían ir, porque había entrado una nueva bolsa de empleo. En total, se presumía, que podrían salir quinientos trabajadores.
Así visto, el hospital San Jerónimo muestra su cara más cruel. Los políticos se lo pelean, los trabajadores aguardan a ver quién gana y la gente del común sufre estos sacudones. Muchos de ellos llegan al hospital esperando simplemente que salven la vida de un familiar y se encuentran con este panorama. En Córdoba, de nada sirve una reforma a la salud si lo mismos políticos de la región desangran el presupuesto del hospital y con ello contribuyen a hacer las atención cada vez más inhumana. La política en Córdoba es marrullera, sucia, acomodada. Como en el resto de Colombia.
¡La salida, por fin, la salida!
Dieciséis de septiembre. Lunes. Anteayer conocí a una señora que venía de San Pedro de Urabá. Ella no era la enferma, sino su compañero. Estaban en el mismo piso que nosotros. Me acerqué para conversar con ella. A estas alturas ya había pensado en escribir esta crónica, así que me interesé en escuchar a los demás pacientes y familiares. La mujer hablaba lento y con el tonillo retraído de la gente del Pacífico. Yo no le entendía muy bien lo que decía y algo me hace pensar que ella tampoco me comprendía cuando yo hablaba. Con todo, me contó que tenía más de mes y medio de estar en el hospital con su esposo, que en San Pedro los subieron a una ambulancia y los trajeron a Montería, donde no conocían a nadie, que su esposo, obviando la sala de parto, pediatría y la morgue, había pasado por todos los sitios del San Jerónimo. Había sufrido la espera en Urgencias, de allí lo pasaron a Hospitalización, Cuidados Intensivos y Cirugía en un par de ocasiones. Aún le faltaba una tercera, esta vez con el cirujano plástico. Ella sabe que lo peor ya pasó, que aunque lejos de casa y alimentándose todas las noches con pollo asado, su viejito está vivo. “Yo estoy tranquila, él ya no se muere y solo es cuestión de que pasen los días”, me dijo.
Hoy el médico de piso ha llegado temprano. Con él también lo hizo el neurocirujano. Ambos coincidieron en que ya era tiempo de darle de alta a mi madre. Así que, después de veintiséis días volveremos a casa. Mi madre está feliz. Cuando salgamos a la avenida a tomar el taxi de regreso, la notaré asustadiza, como si hubiesen pasado años desde que entramos al hospital.
Son ya las dos de la tarde y me encuentro en la ventanilla para legalizar la salida. Del otro lado unas manos me piden, como la primera vez, el carnet y la cédula de mi madre. Le muestro ambos documentos. A mis espaldas está una señora –cuarenta años, piel oscura, cabello postizo – que habla con el mismo acento de la mujer que conocí días atrás. Lo que dice me llama la atención. La mujer cuenta que a su marido le dieron de alta tres días atrás y que por no tener carnet debían pagar los gastos de atención en el hospital. A mi madre todo se lo cubrió el carnet. También decía que ellos eran desplazados del Urabá, pero aún no estaban en sistema; que su marido había salido por la mañana a trabajar al monte y una cortamaleza le destrozó la pierna derecha; que desde el mismo día que le dieron de alta, el hospital no le había dado comida a su marido; que no podían abandonar el hospital, como si se tratara de un bar o un restaurante; y que ahora, gracias a la labor de la trabajadora social, pueden por fin regresar a la zona rural de Valencia, paraíso al que fueron a tener después de que los paracos los sacaron con todo y motetes del Urabá.
Cinco de la tarde. Un taxi nos lleva de regreso a casa. Ella tiene un rostro nuevo. Su pierna izquierda ha vuelto a tener movilidad. La veo mirar por la ventana los amplios campos del valle del Sinú.
Ahora estamos en casa. A mi madre le espera una larga recuperación. Mínimo tres meses, dijo el médico. A esta hora quizá, una ambulancia, endemoniada y veloz, atraviesa el San Jorge, el Alto Sinú o el Urabá, llevando en sus entrañas a una jovencita embarazada precozmente, a una señora con un brazo partido o a un herido de bala a enfrentarse con un hospital, física y moralmente, en ruinas. Mientras ello pasa, en el congreso se aprueba una ley ordinaria de salud, sin debates serios y atendiendo más a la solicitud del gobierno que a los intereses de los médicos y usuarios del sistema. Mientras ambas cosas suceden, los políticos en Córdoba se siguen frotando las manos porque saben que con ellos mandando no hay ley ni reforma que cambie las cosas.