La noche del jueves 21 de noviembre, la ciudad se estremeció con el sonido de los inconformes. Tras un día de marchas y manifestaciones pacíficas y sin precedentes que rebosaron las calles en todas las ciudades del país y en casi la mitad de los municipios (incluso en sus campos y veredas); la violencia parecía nublar la jornada con titulares que opacaban la fiesta de la paz que se manifestó por medio de muestras artísticas y culturales. Justo cuando se empezaba a cuestionar la legitimidad de protesta social, un ruido se apoderó de la ciudad desde las ventanas de casas y apartamentos, trasladándose de nuevo a las calles.
Rápidamente y como un efecto domino, se replicó en los lugares más inesperados el sonido de la cacerola que golpeada con cualquier otro elemento, dio a la noche un toque de dignidad. Dignidad por los que no pudieron salir a marchar mientras trabajaban, dignidad por los que nos les interesa salir a las calles porque sienten que su voz no se escucha, dignidad por los que rechazan los actos vandálicos en medio de las manifestaciones pacíficas. La noche de ese jueves 21 de noviembre fue el inició de una forma de manifestarse de una manera tan auténtica que hasta ahora no distingue edad, género, raza, ni clase social.
Los cacerolazos en Colombia, son un grito de protesta que nace del descontento generalizado por las anunciadas reformas laboral, pensional y tributaria, la holding financiera, el déficit de recursos para la educación pública, el incumplimiento de los acuerdos de La Habana, el silencio ante el asesinato de los líderes sociales, las escandalosas cifras de corrupción, entre otros motivos que se pueden enmarcar en el denominado “paquetazo de Duque” y que impulsaron el llamado a “parar para avanzar”. El actual gobierno, no logra tomar las decisiones apropiadas para el Estado, solo piensa en gobernar para la casta que ostenta el poder poniendo en juego incluso la soberanía nacional obedeciendo las directrices de los organismos multilaterales como la Ocde.
Estas demandas y exigencias ciudadanas se realizan desde hace varios meses, pero ante el incumplimiento del Estado a los acuerdos con estudiantes, docentes, trabajadores, líderes comunales, ambientalistas, campesinos y comunidades étnicas, y la incapacidad de iniciar un diálogo social con los sectores sociales y de oposición, se anunció un paro nacional para llamar la atención del gobierno y la comunidad internacional sobre la situación del país. Desafortunadamente, la respuesta del gobierno antes de empezar el Paro, fue aumentar el “pie de fuerza” en las ciudades no solo con mayor presencia de la policía nacional y las fuerzas militares en las calles, sino con allanamientos a organizaciones sociales, medios de comunicación alternativos y colectivos culturales y artísticos; sin duda, un elemento simbólico que anunciaba la represión y la violencia con la que el gobierno se preparaba para esta manifestación popular.
En principio, las manifestaciones se realizaron por parte de los movimientos habituales, sin embargo, con el paso del tiempo se han unido las voces de miles de ciudadanos que están cansados de la corrupción, que no apoyan la salida al conflicto armado por medio de más guerra, que luchan por garantías de vida digna a través de educación, salud y pensiones justas. Las voces que se suman lo hacen acompañadas de ese ruido que no para de escucharse en las calles y avenidas, es el estruendo de los inconformes, de los que rechazan los actos vandálicos y de intimidación, de pánico inducido y terrorismo orquestado por la mano negra que busca opacar la protesta social y frente a la cual el gobierno guarda un silencio cómplice.
Habiendo transcurrido cinco días del paro nacional, la noche se tiñe de luto; mientras escribía estas letras, las redes informan sobre la muerte de Dilan Cruz, un joven que apenas terminaba su colegio y cuya demanda al Estado era por buscar continuar su formación en la universidad. Cuántas puertas cerradas tuvo este joven quien no pudo ingresar a una universidad pública, no solo por el déficit de la educación superior que impide aumentar la cobertura, sino también por las deficiencias de un colegio distrital en el cual los docentes no son bien remunerados, la infraestructura y los medios no son los adecuados y el plan de alimentación escolar es insuficiente; este apenas el reflejo de lo que deben vivir la mayoría de nuestros niños y jóvenes en las zonas marginales de las ciudades y en buena parte del territorio.
A Dilan no lo mató el agente del Esmad que hundió el gatillo de su arma frente a una manifestación pacífica impactando directamente la cabeza de este joven. A Dilan lo mató el Estado que no garantizó las condiciones adecuadas para que accediera a la universidad, el mismo que llegó a atender después de casi media hora de haber recibido el disparó y que refleja el flagelo de miles de colombianos frente al deficiente sistema de salud, ese Estado que no garantiza el cumplimiento del proceso de paz, que insiste en imponer las reformas económicas con impactos negativos a nivel social y que cada vez se preocupa menos por la conservación de nuestros recursos naturales en los territorios.
Una hora después de su muerte, el ruido de las cacerolas se volvió a escuchar, pero la noche del 25N el cacerolazo estuvo acompañado además por la melodía del Toque del Silencio, esa que mueve las entrañas, aviva el dolor y nos recuerda que, aunque la muerte nos acecha, no debería llegar tan temprano a estos jóvenes solo por el hecho de protestar. Que lo único que se rompan sean las ollas y cacerolas de la casa, no más vidrios, ni estaciones, ni puentes, ni represas, mucho menos cabezas reventadas. Que las bases populares se organicen con autogestión, autonomía y acción directa para mantener sus demandas con dignidad; lo propio de la democracia real. El diálogo social debe empezar cuanto antes, debemos poder discutir en la diferencia y construir juntos una sociedad más libre, justa y fraternal. Que suenen las cacerolas mientras llega el día en el cual tras un último golpe contra ellas podamos decir por fin: ¡cesó la horrible noche!