Inmunidad contra la empatía. Colombia no ha sido un país de marchas. Tengo un recuerdo borroso de mi infancia, habrá sido en algún momento de los noventa, estaba viendo el noticiero de domingo por la noche en familia y pusieron imágenes de una manifestación en España. Yo no entendí qué podía hacer que tanta gente saliera a la calle. Me explicaron que en España era costumbre que, después de un atentado de la guerrilla ETA, millones de ciudadanos salieran a las calles a protestar, sin distinción política. Entendí menos, ¿y entonces nosotros por qué no marchamos si en nuestro país hay atentados casi todas las semanas? Los adultos no supieron explicar mucho, “Nos hemos acostumbrado a tanta violencia”, creo que fue la respuesta. Somos un país de sobrevivientes. Un ejemplo elemental: a comienzos de los noventa, Medellín era la ciudad más violenta del mundo. Crecer ahí implicaba tener una vacuna contra el miedo. Es inevitable que haya alguna protección psicológica que, en medio de los contextos más violentos, haga cerrar, por momentos, los ojos y el corazón a tanto dolor. Si no, vivir es imposible. Nuestra biología busca la supervivencia física que pasa, siempre, por alguna sanidad mental. Una inmunidad contra la empatía, qué tragedia.
Claro, además de las razones individuales -no marchábamos porque habría que marchar todos los días-, había razones estructurales. La expresión política de la marcha es democrática en su más pura concepción. Y nosotros crecimos en una democracia muy frágil. Marchar era asumir una postura pública. Cualquier acto de rebeldía se podía acercar a la guerrilla, lo que implicaba, tantas veces, ponerse una cruz en la frente. Estamos hechos para sobrevivir. No se marchaba.
Empezamos a marchar. Colombia ha avanzado. Yo no tengo duda de eso. Cualquier análisis serio tiene que partir de esa base. Pudo haber avanzado más, seguramente, pero esa es otra discusión. La consolidación, lenta pero constante, de una clase media y, sobre todo, el acuerdo de paz con las Farc han sido unas bases sólidas para construir una mejor democracia. Además de votar por diversas fuerzas políticas por fuera de la estructura tradicional, hemos empezado a marchar. La democracia se ejerce en las urnas y fuera de ellas. En el último año, tuvimos varias marchas masivas de estudiantes, una de protesta por el atentado del ELN en Bogotá, plantones contra la corrupción en la Fiscalía. Hay una tensión constante entre el origen ciudadano de muchas de esas iniciativas y la canalización política del mensaje. Es normal que, en la consolidación de la reflexión democrática, haya indignación constante contra los políticos y, entonces, es sensible que intente cooptarse la fuerza que viene desde abajo, por grupos que vienen desde arriba. Esta tensión no es asunto de Colombia, ya lo había vivido Estados Unidos con Occupy Wall Street – semilla del surgimiento de Bernie Sanders- y España con las manifestaciones del 15M -semilla de Podemos-. Más recientemente en Chile ha sido claro que la izquierda no ha conducido la insurrección contra Piñera. Es más, cada intento de un político de asumir el liderazgo del movimiento, genera rechazo. Sin embargo, la gran paradoja, inevitablemente la fuerza ciudadana se traduce, de una manera u otra, en la fortaleza o debilidad de algunas fuerzas políticas. Al fin y al cabo, de eso se trata la división de tareas en la sociedad, no es viable vivir en agitación permanente.
21 de noviembre. Hace unas semanas, diversas fuerzas sindicales empezaron a convocar a un paro nacional. Esas convocatorias se hacen cada año, desde casi siempre. No han tenido mayor relevancia. El ejercicio constante de fuerzas de oposición, como la liderada por Jorge Enrique Robledo, ha logrado poner en la discusión pública algunos de los reclamos de los sindicatos. Pero no ha sido un asunto de masas. Este año, algo cambió. En medio de mucha tensión en el continente, la convocatoria inicial de fuerzas de izquierda, hizo asustar más de lo esperado al gobierno. Increíblemente, el gobierno, a través de su vocero más destacado, fortaleció la fuerza de la convocatoria: Uribe salió con un cuento extrañísimo del Foro de Sao Paulo, que no es referencia para nadie en Colombia, y logró así, con la ridiculez, capturar la atención de cientos de miles que jamás habrían puesto atención a un llamado sindical. Uribe, un político que ha puesto a todos los presidentes de este siglo y que durante 20 años logró conectar con más de la mitad del país, terminó por perder totalmente el sentido de lo que pasa en las calles de Colombia. Duque, que no tiene fuerza propia, naufragando entre peleas en su gabinete y unas declaraciones que ya nadie escucha.
Y vino la gota que derramó el vaso de agua. Un debate en el Senado reveló que, en un bombardeo del gobierno, fallecieron, por lo menos, 8 niños. Al día de hoy, no hemos podido saber la cifra exacta ni la forma de las muertes. La cifra, como si fuera un asunto de cuentas. Hay algunos nombres, no más. Ahí yo decidí participar de la manifestación del 21 de noviembre. No habría ido, seguramente, a una manifestación sindical porque -quizás por apatía, displicencia, ingenuidad o seriedad- habría esperado a ver presentados los proyectos de ley para sentar una posición. Aunque Carrasquilla ha tomado la pésima costumbre de dar puntadas de ideas en entrevistas, para “testear” las aguas, intento ejercer mi oposición al gobierno de manera leal, discutiendo sobre hechos concretos. A lo mejor estaba errado.
Y, en todo caso, qué concreto fue el gobierno: autorizó un bombardeo sin tener una información certera sobre lo que se iba a bombardear. Puro show del más barato, una de las aficiones de Duque. El show y la ligereza. No me podía quedar en casa. El trabajo de los sindicatos con una convocatoria ya avanzada, resultó el mejor mecanismo de coordinación para que muchos pudiéramos expresar nuestro descontento. La marcha fue masiva y alegre.
Las redes y las cacerolas. En hechos confusos, después del final de la marcha, empezaron a fortalecerse algunos focos de violencia. En el centro de Bogotá, en algunos barrios de Cali. La confusión tuvo varios orígenes: no era claro por qué, de un momento a otro, una marcha pacífica terminó cooptada en unos segundos por unos poquísimos vándalos que, además, pudieron entrar al congreso y a la alcaldía de Bogotá sin mayor resistencia inicialmente. En Cali, unos vídeos extraños de vándalos entrando a conjuntos, pero sin robar nada, empezaron a rotarse. La parte trágica de las redes: aunque dan voz y rompen el poder de las élites, terminan sembrando la duda, ¿y sí serán reales estas voces? No saber qué hacer, si reaccionar al llamado de algunas cuentas pidiendo ayuda, o mantener la calma bajo la sospecha de estar viendo cuentas coordinadas desde bodegas que buscan un beneficio político.
Naufragaba el legado pacífico de la marcha. Conveniente para algunos. Hasta que llegó el punto de inflexión: empezaron a sonar las cacerolas. Algo nunca antes oído. Es el mecanismo perfecto: permite participar de la acción colectiva pagando un costo muy bajo, el de posiblemente dañar la olla y el de recibir algún insulto de un vecino. Pero se puede hacer discretamente y con ollas viejas. Se le dio la vuelta al momento de los vándalos. Nadie puede decir que el Foro de Sao Paulo o que unos mercenarios extranjeros eran los que golpeaban ollas: eran cientos de miles (¿?) de colombianos, con sus ollas, en todos los barrios, en todas las ciudades. En el campo no, no hay que llamarse a engaños, esta es, todavía, una ola urbana. Si los muertos en Santander de Quilichao hubieran caído en alguna de las grandes ciudades, el país habría entrado en un paro total. Que en paz descansen.
Placer en la agencia. El 21 de noviembre podía haber terminado ahí. Creo que, sin las cacerolas, habría pasado a la historia como el día de una movilización masiva pero no mucho más. Cuando una manifestación ciudadana pasa el primer día, ya se vuelve algo más. Escribo estas líneas el sábado 23 de noviembre en la noche y oigo el rumor de la ciudad, algunas ollas, el vecino que decidió tocar el himno con su guitarra eléctrica y algunos estruendos que no sé identificar bien. Hay un fenómeno que empieza a cuajar: muchos ciudadanos están tocando las ollas y saliendo a las calles porque disfrutan poder participar de algo colectivo. Alguien me decía ayer que había sacado la cacerola, “porque tocaba apoyar el tema”. No sabía bien cual tema, pero sí que disfrutaba de ejercer su ciudadanía. Ella, sin líderes y sin instrucciones, tocaba su olla porque quería, porque podía. Se disfruta, en estos tiempos y en todos los demás, hacer algo, participar en corrientes, tener una voz. Hay riesgos ahí, claro.
Dilan Cruz. Poco sabemos de Dilan. Que quería estudiar y que no tenía recursos, parece. Que está grave, pero con atención médica de calidad. Las redes y sus dos caras: por ellas, sabemos que hubo uso desmedido de fuerza. No hay forma de justificar disparar con balas de goma a la cabeza de un manifestante, sin capucha y desarmado, que está corriendo de espalda en dirección contraria a la del Esmad. Si había duda sobre algo que hizo, la fuerza legítima tenía decenas de otras formas de llegar a él. Duele el daño que se le hace al prestigio de la fuerza pública pero no parece asunto de manzanas podridas: el mismo Esmad se pasó todo el día atacando con agresividad manifestaciones pacíficas. El daño va a ser irreparable. O ya fue.
Epílogo. Iván Duque parece superado por los hechos y ya es costumbre. En su primera alocución el jueves en la noche no dijo nada en seis minutos. No lo decimos quiénes no votamos por él, le cayeron hasta sus “aliados” del Centro Democrático. El día siguiente, dijo un poco más, sugirió un diálogo nacional que no precisó. Cometió, otro, error: no convocó para el otro día sino para la “otra semana”. Corrigió en la noche y empezó, increíblemente, hablando con “empresarios y comerciantes”. Absolutamente nada que ver con las protestas que ocurren desde el jueves. Avanzaba el sábado y convocó a los políticos recientemente electos. Sin estrategia y sin rumbo, a los bandazos. Yo espero, sinceramente, que tenga margen político y, sobre todo, la capacidad de liderazgo para corregir. La alternativa es peor.
Colombia tiene un gran potencial. Sigo creyendo que, si logramos construir una narrativa y algunos espacios para trabajar en común, este país puede avanzar por un rumbo de mayor justicia y libertad. Sospecho que, en el corto plazo, la tarea es fortalecer las expresiones ciudadanas pacíficas y no permitir que la fuerza calle ninguna voz. La fuerza serena de la no violencia.
@afajardoa