Por estos días el mundo literario celebra 200 años del natalicio de Fiódor Dostoievski, uno de los escritores rusos más universales. Su vasta obra, marcada por las vicisitudes personales y los tormentos propios de cualquier autor genial, no tiene discusión o nada que se le pueda cuestionar.
Algunos podrían decir que El jugador, una de sus obras menores –cuya redacción le correspondió a la taquígrafa Anna Grigórievna Snítkina, su segunda esposa–, es la novela menos elaborada y confusa del maestro ruso. Sin embargo, no hay lector que no lo catapulte como uno de los más grandes de la narrativa del siglo XIX, ya que pudo retratar la condición humana como muy pocos pudieron hacerlo.
Navegando en su rico océano literario, en donde es posible pescar y reflexionar con ingeniosas metáforas, se hace imposible no mencionar a Crimen y castigo, su novela más icónica, sin lugar a dudas. No imaginó que al escribirla se convertiría en el artífice del crimen más famoso de la historia de la literatura: el que llevó a un estudiante de medicina a recorrer los caminos de la conciencia y la culpa.
¿Quién no recuerda muy a menudo a Raskólnikov subiendo las gradas de un edificio, con el hacha ajustada en el sobretodo, tocando nerviosamente la puerta de la prestamista, para luego forzarla y matarla junto con su hermana? El que leyó este libro nunca olvida tan impactante escena, que solamente alguien con su maestría podría concebir. La misma destreza que pudo haber tenido Edgar Allan Poe, cuando en El corazón delator (otra joya de la literatura universal) la conciencia termina delatando el crimen de un hombre nervioso y demente.
Pero, aun así, si usted me lo permite, amigo lector, creo que el crimen de Raskólnikov supera con creces a cualquier otro que se haya podido presentar en obra narrativa alguna. Lo digo por la meticulosidad con que este fue narrado, dejándonos entrar en la mente de su ejecutor hasta ver realizado su cometido. Lo que sucede a continuación no es más que una caída en picada, en donde se desnuda un ser enfermo que no sabía cómo liberarse de sus penurias económicas.
Es que Dostoievski vislumbra en su héroe la realidad sociopolítica de la Rusia zarista, la que él vivió en carne propia y que lo llevó a pagar una condena en Siberia, cuando fue acusado de conspirar contra Nicolás I. Ese fue el preludio de la Revolución bolchevique, de la que puede darnos algunos trazos al presentarnos a hombres y mujeres que morían desesperanzados.
Los describe en medio de la miseria de los más desafortunados, esos que no gozaban de los beneficios de la nobleza y que ni para comer tenían, como en el caso de Raskólnikov, que vivía escondiéndose de su casera porque no podía para pagarle la renta, ni mucho menos tenía dinero para terminar sus estudios de medicina.
Friedrich Nietzsche llegó a decir que Dostoievski fue un gran psicólogo y uno de sus más grandes descubrimientos literarios, y cómo no decirlo si en sus libros conoció a los hombres tal como son: unos individuos cuyos falsos valores los llevan a vivir aferrados a su propia miseria, esa que trató de vencer Rodión Raskólnikov, cayendo en la culpa que lo terminaría enfermando y al mismo tiempo redimiendo.
Así de grande es la influencia de la más labrada literatura, bello arte que nos marca para siempre y que también nos obliga a enaltecer a sus más grandes exponentes, independientemente de la época y el lugar en donde nacieron. Por estos días celebremos con agrado al padre de Crimen y castigo, reconociendo en él al genio que pudo hacer de la mente de sus personajes una explicación de la condición humana.