Una profesora alemana que tuve la fortuna de conocer y que tenía un apellido judío frenó mi emoción al expresar mi admiración por la forma en que su país había superado el nazismo. Me dijo: no creas, hay profundas brechas, es imposible pretender que la gente se ame y se perdone crímenes atroces, es una utopía aristotélica tremenda. Pero hay reglas básicas de convivencia que decidimos respetar para poder continuar.
Hoy fui a marchar y noté un abismo más profundo entre los jóvenes y la policía, estos últimos en cuentas claras son el brazo armado de un gobierno corrupto y mafioso... Desde allí se empieza a romper ese respeto mínimo por las normas, mientras se roben lo público y condenen al hambre a millones, esas falacias populistas de reconciliación nacional, seguirán siendo el discurso de pacifistas de redes sociales y la herramienta predilecta del que dispara con una mano y sostiene la bandera blanca en la otra. El diálogo solo se puede dar entre iguales, dice Morín, no hay tal igualdad, el gobierno sustenta su poder y superioridad; en las armas, no tiene más. Es ahí donde el nivelar los actores se convierte en un acto violento y no en un acto de derechos. Las armas se transforman en el elemento que empareja el estatus. Aquí, claro que hay que mirar quién empezó, empezaron los corruptos, y ahondaron el problema los cómodos y conformistas, claro que hay que señalarlos, no es un problema doméstico de una pareja aburrida, aquí muere gente a diario. Hay culpables y se tienen que ir, si no no hay una buena manera de que esto termine.
La primera línea en Medellín sigue creciendo; jovencitos y jovencitas que quieren pertenecer a algo, darle sentido al día a día, sentir que representan, ser símbolos, llenarse de símbolos. Son instantes de gloria y de triunfo, ser aplaudidos, mostrar con orgullo las cicatrices que han dejado las armas de la policía en sus cuerpos, tener algo que narrar, fijarse un objetivo de destronar a quienes los limitan, a quienes llenan el país de hijos mediocres en altos cargos y socaban el mérito y el esfuerzo, dejando sin valor, el único bien que poseen los desposeídos, la voluntad. Como en los Juegos del hambre, pocos excepcionales cumplen modestas metas y sirven de ejemplo para generalizar los milagros, vender el mantra del “sí se puede” y culpar al individuo extenuado y saqueado, de su fracaso, para que se apropie de él como ellos se apropiaron de la riqueza de todos.
No hay que ser genios para saber que no habrá diálogo o reconciliación nacional, dicho de la manera que gusta, sin nombrar cosas que nos dan más miedo que las balas, para alejar el odio echándole la misma tierra que a los muertos sin nombre, echándole el agüita que se llevó a los cuerpos de los jóvenes en los ríos. Nos han convencido de que la única solución es que nos demos un apretón de manos y olvidemos la sangre que las mancha, porque la verdadera solución, que es acabar con la corrupción y la avaricia enferma, esa no es una posibilidad.