Hipnotizados ante el televisor veíamos y escuchábamos el relato segundo tras segundo de los aviones impactando las torres, el humo negro, el seguimiento a las dos naves que continuaban su trayecto hacia la capital, Washington, del país más poderoso del mundo, una de las cuales lograba impactar el Pentágono mientras que la otra era forzada por sus 40 heroicos pasajeros a estrellarse en un campo abierto de Shanksville en el estado de Pennsylvania, evitando que impactara, muy posiblemente, la Casa Blanca u otra zona densamente poblada.
Ese día logramos establecer conferencia telefónica con mis dos hijos residentes en la Gran Manzana. Mi hija desde el apartamento donde vivía y mi hijo desde su nueva oficina cercana a Rockefeller Center, lugar al que se había mudado la empresa para la cual trabajaba desde su antigua sede a pocas cuadras de las torres gemelas. Comentábamos lo que sucedía cuando mi hijo gritó, en un tono que sonaba entre horrorizado e incrédulo: “¡Mamá, se está cayendo, se está cayendo la torre!
Hay momentos en la vida en que pareciera que el aire no es suficiente para sentir que respiramos. Ese fue uno de ellos, cuando en medio del horror se coló ese soplo de agradecimiento infinito por la vida de los hijos, por saberlos sanos y salvos.
Nunca se sabrá con exactitud cuánta gente fue afectada por lo sucedido, miles de heridos, miles de muertos, entre los cuales hubo muchos héroes, policías y bomberos que sacrificaron sus vidas intentando salvar las vidas de otros, y muchos más, años después, a causa del efecto nocivo del polvo y la toxicidad del aire.
El terrorismo arrodilló al mundo el 11 de septiembre de 2001. Paz en las tumbas de las víctimas.
P. D. En Colombia, este año, el terrorismo asesina un líder social cada dos días. Los falsos positivos militares han dejado 6.402 víctimas. El mundo no se horroriza.